Oíd lo que nos dice el Espíritu Santo hablando del orgullo: «Será aborrecido de Dios y de los hombres, pues el Señor detesta al orgulloso y al soberbio». El mismo Jesucristo nos dice «que daba gracias a su Padre por haber ocultado sus secretos a los orgullosos»(Matth., XI, 25.)
. En
efecto, si recorremos la Sagrada Escritura, veremos que los males con que Dios
aflige a los orgullosos son tan horribles y frecuentes que parece agotar su
furor y su poder en castigarlos, así cómo podemos observar también el especial
placer con que Dios se complace en humillar a los soberbios a medida que ellos
procuran elevarse. Acontece igualmente muchas veces ver al orgulloso caído en
algún vergonzoso vicio que le llena de deshonra a los ojos del mundo.
Hallamos un caso ejemplar en la persona de
Nabucodonosor el Grande. Era aquel príncipe tan orgulloso, tenía tan elevada
opinión de si mismo, que pretendía ser considerado cómo Dios (Iudit, III, 13.)
. Cuando más henchido estaba con su grandeza y poderío, de repente oyó una voz
de lo alto diciéndole que el Señor estaba cansado de su orgullo, y que, para
darle a conocer que hay un Dios, Señor y dueño de los reinos terrenos, le sería
quitado su reino y entregado a otro; que sería arrojado de la compañía de los
hombres, para ir a habitar junto a las bestial feroces, donde comería hierbas y
raíces cual una bestia de carga. Al momento Dios le trastorno de tal manera el
cerebro, que se imaginó ser una bestia, huyo a la selva y allí llego a conocer
su pequeñez (Dan., IV, 27-34.). Ved los castigos que Dios envió a Core, Dathán,
Abirón y a doscientos judíos notables. Estos, llenos de orgullo, dijeron a
Moisés y a Aarón: «¿Y por que no hemos de tener también nosotros el honor de
ofrecer al Señor el incienso cual vosotros lo hacéis?» El Señor mandó a Moisés
y a Aarón que todos se retirasen de ellos y de sus casas, pues quería
castigarlos. Apenas estuvieron separados, abrióse la tierra debajo de sus pies
y se hundieron vivos en el infierno ( Num., XVI.). Mirad a Herodes, el que hizo
dar muerte a Santiago y encarceló a San Pablo. Era tan orgulloso, que un día,
vestido con su indumentaria real y sentado en su trono, habló con tanta
elocuencia al pueblo, que hubo quién llegó a decir: «No, éste que habla no es
un hombre, sino un dios». AL instante, un Ángel le hirió con una tan horrible
enfermedad, que los gusanos se cebaban en su cuerpo vivo, y murió como un
miserable. Quiso ser tenido por dios, y fue comido por los viles insectos
(Act., XII, 21-23.). Ved también a Amán, aquel, soberbio famoso, que había
decretado que todo súbdito debía doblar la rodilla delante de é1. Irritado y
enfurecido porque Mardoqueo menospreciaba sus órdenes, hizo levantar una horca
para darle muerte; pero Dios, que aborrece a los orgullosos, permitió que
aquella horca sirviese para el mismo Amán (Esther, VII, 10)...
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