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Nos dice San Bernardo que hay tres cosas capaces de hacernos llorar; más sólo una es capaz de hacer meritorias nuestras lágrimas, a saber, llorar nuestros pecados o los de nuestros hermanos; todo lo demás son lágrimas profanas, criminales, o a lo menos, infructuosas. Llorar la pérdida de un pleito injusto, o la muerte de un hijo: lágrimas inútiles. Llorar por vernos privados de un placer carnal: lágrimas criminales. Llorar por causa de una larga enfermedad: lágrimas infructuosas e inútiles. Pero llorar la muerte espiritual del alma, el alejamiento de Dios, la perdida del cielo: «¡Oh, lágrimas preciosas, nos dice aquel gran Santo, mas cuán raras sois!, ¿Por qué esto, sino porque no sentís la magnitud de vuestra desgracia, para el tiempo y para la eternidad?. ¡Ay! es el temor de aquella pérdida lo que ha despoblado el mundo para llenar los desiertos v los monasterios de tantos cristia-nos penitentes; los tales comprendieron mucho mejor que nosotros que, al perder el alma, todo está perdido, y que ella debía de ser muy preciosa cuando el mismo Dios hacía de la misma tanta estima. Sí, los santos aceptaron tantos sufrimientos, a fin de conservar su alma digna del cielo.
II.--Hemos dicho, en segundo lugar, que, para conocer el precio de nuestra alma, no tenemos más que considerar lo que Jesucris-to hizo por ella. ¿Quién de nosotros podrá jamás comprender cuánto ama Dios a nues-tra alma, pues ha hecho por ella todo cuanto es posible a un Dios para procurar la fe-licidad de una criatura?: Para sentirse más obligado a amarla, la quiso crear a su ima-gen y semejanza; a fin de que, contemplán-dola, se contemplase a si mismo. Por eso vemos que da a nuestra alma los nombres más tiernos y más capaces de mostrar el amor hasta el exceso. La llama su hija, su hermana, su amada, su esposa, su única, su paloma (Cant., II, 10; IV, 9; V, 2, etc,). Más no está aun todo aquí: el amor se manifiesta mejor con actos que con palabras. Mirad su diligencia en bajar del cielo para tomar un cuerpo semejante al nuestro; desposándose con nuestra natura-leza, se ha desposado con todas nuestras miserias, excepto el pecado; o mejor, ha que-rido cargar sobre sí toda la justicia que su Padre pedía de nosotros. Mirad su anona-damiento en el misterio de la Encarnación; mirad su pobreza: por nosotros nace en un establo; contemplad las lágrimas que sobre aquellas pajas derrama, llorando de antemano nuestros pecados; mirad la sangre que sale de sus venas bajo el cuchillo de la cir-cuncisión; vedle huyendo a Egipto como un criminal; mirad su humildad, y su sumi-sión a sus padres; miradle en el jardín de los Olivos, gimiendo, orando y derramando lágrimas de sangre; miradle preso, atado y agarrotado, arrojado en tierra, maltratado con los pies y a palos por sus propios hijos; contempladle atado a la columna, cubierto de sangre; su pobre cuerpo ha recibido tantos golpes, la sangre corre con tanta abundan-cia, que sus verdugos quedan cubiertos de ella; mirad la corona de espinas que atra-viesa su santa y sagrada cabeza; miradle con la cruz a cuestas caminando hacia la montaña del Calvario: cada paso, una caída; miradle clavado en la cruz, sobre la cual se ha tendido É1 mismo, sin que de su boca salga la menor palabra de queja. ¡Mirad las lágrimas de amor, que derrama en su agonía, mezclándose con su sangre adorable!. ¡Es verdaderamente un amor digno de un Dios todo amor!. ¡Con ello nos muestra toda la estima en que tiene a nuestra alma!. ¿Bastará todo esto para que comprendamos lo que ella vale, y los cuidados que por ella hemos de tener?.
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