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Pues bien, a esto se llama una religión verdadera, esta es una religión que ha echado raíces en el alma. Decidme, ¿cuántos cristianos, de los que pasan por devotos, imitarían a aquel joven si se les sujetase a tales pruebas?. ¡Ay!, ¡cuántas quejas, cuántos resentimientos, cuántos pensamientos de venganza!, no se detendrían ante la maledicencia ni la calumnia, y aún tal vez algunos acudirían a los tribunales de justicia...
En casos tales, el ofendido o víctima se desata contra la religión, la desprecia, habla mal de ella; ya no quiere orar, ni oír la Santa Misa, no sabe lo que se hace, procura hacer girar la conversación sobre su caso y alegar todo cuanto pueda justificarle, y al mismo tiempo acumula en su memoria todo el mal que el ofensor ha obrado en su vida, para contarlo a los demos. ¿Por que todo esto, sino porque tenemos una religión de capricho y de rutina, o por mejor decir, porque no somos sino unos hipócritas, dispuestos a servir a Dios solamente cuando todo marcha a nuestro gusto?.¡Ay!, todas esas virtudes que vemos brillar en muchos cristianos, se asemejan a una flor de primavera: sécanse al primer soplo de viento cálido.
Hemos dicho, además, que vuestra virtud para ser verdadera, ha de ser constante: es decir, que debemos permanecer fervorosos y unidos a Dios, lo mismo en la hora del desprecio y del sufrimiento, que en la del bienestar y prosperidad. Esto es lo que hicieron todos los santos; mirad esa multitud de mártires arrostrando todo cuanto la rabia de los tiranos pudo inventar, y no obstante, lejos de relajarse, se unían más y más a Dios. Ni los tormentos, ni los desprecios con que se los insultaba lograban hacerles mudar de vivir.
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