Alentrar Jesucristo en la ciudad de Jerusalen, lloró sobre ella, diciendo: «Si conocieses, al menos, las gracias que vengo a ofrecerte y quisieses aprovecharte de ellas, podrías recibir aún el perdón; más la ceguera ha llegado a un tal exceso, que todas éstas gracias sólo van a servirte para endurecerte y precipitar tu desgracia; has asesinado a los profetas y dado muerte a los hijos de Dios; ahora vas a poner el colmo en aquellas crímenes dando muerte al mismo Hijo de Dios». Ved lo que hacia derramar tan abundantes lágrimas a Jesucristo al acercarse a la ciudad.
En media de aquellas abominaciones, presentía la
perdida de muchas almas incomparablemente más culpables que los judíos, ya que
iban a ser machos más favorecidos que ellos lo fueron en cuanto a gracias
espirituales. Lo que más vivamente le conmovió fue que, a pesar de los méritos
de su pasión y muerte, con los cuales se podrían rescatar mil mundos mucho
mayores que el que habitamos, la mayor parte de los hombres iban a perderse.
Jesús veía ya de antemano a todos los que en los siglos venideros despreciarían
sus gracias, o sólo se servirían de ellas para su desdicha. ¿Quién, de los que
aspiran a conservar su alma digna del cielo, no temblara al considerar esto?.
¿Seremos por ventura del número de aquellos infelices?. ¿Se refería a nosotros
Jesucristo, cuando dijo llorando: si mi muerte y mi sangre no sirven para
vuestra salvación, a lo menos ellas encenderán la ira de mi Padre, que caerá
sobre vosotros por toda una eternidad?. ¡Un Dios vendido!... ¡Un alma
reprobada!... ¡Un cielo rechazado!...
¿Será posible que nos mostremos insensibles a tanta
desdicha ?... ¿Será posible que, a pesar de cuanto ha hecho Jesucristo para
salvar nuestras almas, nos mostremos nosotros tan indiferentes ante el peligro
de perderlas?... Para sacaros de una tal insensibilidad, voy a mostraros: 1.°
Lo que sea un alma; 2.° Lo que ella cuesta a Jesucristo; y 3:° Lo que hace el
demonio para perderla.
1.-Si acertáramos a conocer el valor de nuestra alma,
¿con qué cuidado la conservaríamos?. ¡Jamás lo comprenderemos bastante!. Querer
mostraros el gran valor de un alma, es imposible a un mortal; sólo Dios conoce
todas las bellezas y perfecciones con que ha adornado a un alma. Únicamente os
diré que todo cuanto ha creado Dios: el cielo, la tierra y todo lo que
contienen, todas esas maravillas han sido creadas para el alma. El catecismo
nos da la mejor prueba posible de la grandeza de nuestra alma.
Cuando preguntamos a un niño: ¿que quiere decir que el alma humana ha sido creada a imagen de Dios?. Esto significa, responde el niño, que el alma, cómo Dios, tiene la facultad de conocer, amar, y determinarse libremente en todas sus acciones. Ved aquí el mayor elogio de las cualidades con que Dios ha hermoseado nuestra alma, creada por las tres Personas de la. Santísima Trinidad, a su imagen y semejanza. Un espíritu, como Dios, eterno en lo futuro, capaz, en cuanto es posible a una criatura, de conocer todas las bellezas y perfecciones de Dios; un alma que es objeto de las complacencias de las tres divinas Personas; un alma que puede sacrificar a Dios en todas sus acciones; un alma, cuya ocupación toda será cantar las alabanzas de Dios durante la eternidad; un alma que aparecerá radiante con la felicidad; que del mismo Dios procede; un alma cuyas acciones son tan libres que puede dar su amistad o su amor a quién le plazca; puede amar a Dios o dejar de amarle; más, si tiene la dicha de dirigir su amor hacia Dios, ya no es ella quién obedece a Dios, sino el mismo Dios quién parece complacerse en hacer la voluntad de aquella alma .
podríamos afirmar que, desde el principio del mundo, no hallaremos una sola alma que, habiéndose entregado a Dios sin reserva, Dios le haya denegado nada de lo que ella deseaba. Vemos que Dios nos ha creado infundiéndonos unos deseos tales, que, de lo terreno, nada hay capaz de satisfacerlos. Ofreced a un alma todas las riquezas y todos los tesoros del. mundo; y aún no quedará contenta; habiéndola creado Dios para sí, sólo Él es capaz de llenar sus insaciables deseos. Sí, nuestra alma puede amar a Dios, y ello constituye la mayor de todas las dichas. Amándole, tenemos todos los bienes y placeres que podamos desear en la tierra y en el cielo .
Además, podemos servirle, es decir, glorificarle en cada uno de los actos
de nuestra vida. No hay nada, por insignificante que sea, en que no quede Dios
glorificado, si lo hacemos con objeto de agradarle. Nuestra ocupación, mientras
estamos en la tierra, en nada difiere de la de los Ángeles que están en el
cielo: la sola diferencia esta en que nosotros vemos todos los bienes divinales
solamente con los ojos de la fe.
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