Es tan noble nuestra alma, desde su nacimiento esta
dotada de tan bellas cualidades, que Dios no la ha querido confiar más que a un
príncipe de la corte celestial. Nuestra alma es tan preciosa a los ojos del
mismo Dios, que, a pesar de toda su sabiduría, no halló el Señor otro alimento
digno de ella que su adorable Cuerpo, del cual quiere hacer su pan cotidiano;
ni otra bebida digna de ella que la Sangre preciosa de Jesús. Tenemos un alma a
la cual Dios ama tanto, nos dice San Ambrosio, que, aunque fuese sola en el
mundo, Dios no habría creído hacer demasiado muriendo por ella; y aún cuando
Dios, al crearla, no hubiese hecho también el cielo, habría creado un cielo
para ella sola, cómo manifestó un día a Santa Teresa. «Me eres tan agradable,
le dijo Jesucristo, que, aunque no existiese el cielo, crearía uno para ti
sola». «¡Oh, Cuerpo mío, exclama San Bernardo, cuan dichoso eres al albergar un
alma adornada con tan bellas cualidades!. ¡Todo un Dios, con ser infinito, hace
de ella el objeto de todas sus complacencias!» Si, nuestra alma esta destinada
a pasar su eternidad en el mismo seno de Dios. Digámoslo de una vez: nuestra
alma es algo tan grande, que sólo Dios la excede. Un día Dios permitió a Santa
Catalina ver un alma. La Santa hallola tan hermosa que prorrumpió en estas
exclamaciones: «Dios mío, si la fe no me enseñase que existe un sólo Dios,
pensaría que es una divinidad, ya no me extraña, Dios mío, ya no me admira que
hayáis muerto por un alma tan bella!».
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