Pero, me diréis, ¿por qué, pues, la mayor parte de los
cristianos son tan insensibles e indiferentes a esa dicha hasta el punto de que
la desprecian, y llegan a burlarse de los que ponen su felicidad en hacerse de
ella participantes? -¡Ay!, Dios mío, ¿qué desgracia es comparable a la suya? Es
que aquellos infelices jamás gustaron una gota de esa felicidad tan inefable.
En efecto, ¡un hombre mortal, una criatura, alimentarse, saciarse de su Dios,
convertirlo en su pan cotidiano!.
¡Oh milagro de los milagros!. ¡Amor de los amores!
... ¡Dicha de las dichas, ni aún
conocida de los Ángeles!... ¡Dios mío!. ¡Cuánta alegría la de un cristiano cuya
fe le dice que, al levantarse de la Sagrada Mesa, llevase todo el cielo dentro
de su corazón! ... ¡Dichosa morada la de
tales cristianos!..., ¡Qué respeto deberán inspirarnos durante todo aquel día!
¡Tener en casa otro tabernáculo, en el cual habita el mismo Dios en cuerpo y
alma! ...
Pero, me dirá tal vez alguno, si es una dicha tan
grande el comulgar, ¿por que la Iglesia nos manda comulgar solamente una vez al
año?--Este precepto no se ha establecido para los buenos cristianos, sino para
los tibios o indiferentes, a fin de atender a la salvación de su pobre alma. En
los comienzos de la Iglesia, el mayor castigo que podía imponerse a los fieles
era el privarlos de la dicha de comulgar; siempre que asistían a la Santa Misa,
recibían también la Sagrada Comunión. ¡Dios mío!, ¿cómo pueden existir
cristianos que permanezcan tres, cuatro, cinco y seis meses sin procurar a su
pobre alma este celestial alimento? ¡La dejan morir de inanición! ... ¡Dios mío
cuánta ceguera y cuánta desdicha la suya¡... ¡Teniendo a mano tantos remedios
para curarla, y disponiendo de un alimento tan a propósito para conservarle la
salud!... Reconozcamos lo con pena, de nada se le priva a un cuerpo que, tarde
o temprano, ha de morir y ser pasto de gusanos y, en cambio, menospreciamos y
tratamos con la mayor crueldad a un alma inmortal, creada a imagen de Dios...
Previendo la Iglesia el abandono de muchos cristianos, abandono que los
llevaría hasta perder de vista la salvación de sus pobres almas, confiando en
que el temor del pecado les abriría los ojos, les impuso un precepto en virtud
del cual debían comulgar tres veces al año: por Navidad, por Pascua y por Pentecostés.
Pero, viendo más tarde que los fieles se volvían cada día más indiferentes,
acabó por obligarlos a cercarse a su Dios sólo una vez al año. ¡Oh, Dios mío!,
¡que ceguera, que desdicha la de un cristiano que ha de ser compelido por la
ley a buscar su felicidad! Así es que, aunque no tengáis en vuestra conciencia
otro pecado que el de no cumplir con el precepto pascual, os habréis de
condenar. Pero decirme, ¿que provecho vais a sacar dejando que vuestra alma
permanezca en un estado tan miserable?... Si hemos de dar crédito a vuestras
palabras, estáis tranquilos y satisfechos ; pero, decidme, ¿donde podéis
hallarla esa tranquilidad y satisfacción?. ¿Será porque vuestra alma espera
sólo el momento en que la muerte va a herirla para ser después arrastrada al
infierno?. ¿Será porque el demonio es vuestro dueño y Señor?. ¡Dios mío!,
¡cuánta ceguera, cuánta desdicha la de aquellos que han perdido la fe!.
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