para recibir a Jesus de la manera más digna posible.

 


Oh !, si una sola vez hubiésemos experimentado la grandeza de esta felicidad, no tendriamos que vernos tan instados para venir a hacernos participes de la misma.

Santa Gertrudis pregunto un día a Jesús que era preciso hacer para recibirle de la manera más digna posible. Jesucristo le contestó que era necesario un amor igual al de todos los santos juntos, y que el sólo deseo de tenerlo sería ya recompensado. ¿Queréis saber cómo debéis portaros cuando vais a recibir al Señor: Durante el tiempo de preparación, conversad con Jesús, el cual reina ya en vuestro corazón; pensad que va a bajar sobre el altar, y que de allí vendrá a vuestro corazón para visitar a vuestra alma y enriquecerla con toda clase de dones y prosperidades. Debéis acudir a la Santísima Virgen, a los Ángeles y a los santos, a fin de que todos rueguen a Dios, y os alcancen la gracia de recibirle lo más dignamente posible. Aquel día habéis de acudir con gran puntualidad a la Santa Misa y oírla con más devoción que nunca. Nuestra mente y nuestro corazón debieran mantenerse siempre al pie del tabernáculo, anhelar constantemente la llegada de tan feliz momento, y no ocupar los pensamientos en nada terreno, sino solamente en los del cielo, quedando tan abismados en la contemplación de Dios que parezcan muertos para el mundo. No habéis de dejar de poseer vuestro devocionario o vuestro rosario, y rezar con el mayor fervor posible las oraciones adecuadas, a fin de reanimar en vuestro corazón la fe, la esperanza y un vivo amor-a Jesús, Quién dentro de breves momentos va a convertir vuestro corazón en su tabernáculo o, si queréis, en un pequeño cielo. ¡Cuánta felicidad, cuanto honor, Dios mío, para unos miserables cual nosotros. También hemos de testimoniarle un gran respeto. ¡Un ser tan indigno y pequeño!... Pero al mismo tiempo abrigamos la confianza de que se apiadará, a pesar de todo, de nosotros. Después de haber rezado las oraciones indicadas, ofreced la Comunión por vosotros y por los demás, según vuestras particulares intenciones; para acercaros a la Sagrada Mesa, os levantareis con gran modestia, indicando así que vais a hacer algo grande; os arrodillaréis y, en presencia de Jesús Sacramentado, pondréis todo vuestro esfuerzo en avivar la fe, a fin de que por ella sintáis la grandeza y excelsitud de vuestra dicha. Vuestra mente y vuestro corazón deben estar sumidos en el Señor. Cuidad de no volver la cabeza a uno y otro lado, y,  con los ojos medio cerrados y las menos juntas, rezaréis el «Yo pecador». Si aún debieseis aguardaros algunos instantes; excitad en vuestro corazón un ferviente amor a Jesucristo, suplicándole con humildad que se digne venir a vuestro corazón miserable.

Después que hayáis tenido la inmensa dicha de comulgar, os levantaréis con modestia, volveréis a vuestro sitio, y os pondréis de rodillas, cuidando de no tomar en seguida el libro o rosario; ante todo, deberéis conversar unos momentos con Jesucristo, al fin tenéis la dicha de albergar en vuestro corazón, donde, durante un cuarto de hora, está en cuerpo y alma cómo en su vida mortal. ¡Oh, felicidad infinita !Quién podrá jamás comprenderla! ... ¡Ay!, ¡cuán pocos penetran su alcance!... Después de haber pedido a Dios todas las gracias que para vosotros y para los demás deseéis, podéis tomar vuestro devocionario. Habiendo ya rezado las oraciones para después de la Comunión, llamaréis en vuestra ayuda a la Santísima Virgen, a los Ángeles y a los santos, para dar juntos gracias a Dios por la favor que acaba de dispensaros. Habéis de andar con mucho cuidado en no escupir, a lo menos hasta después de haber transcurrido cosa de media hora desde la Comunión. No saldréis de la iglesia al momento de terminar la santa Misa, sino que os aguardareis algunos instantes para pedir al Señor fortaleza en cumplir vuestros propósitos... Si os queda durante el día algún rato libre, lo emplearéis en la lectura de algún libro devoto, o bien practicando la visita al Santísimo Sacramento, para agradecerle la gracia que os ha dispensado por la mañana. Debéis, finalmente, ejercer gran vigilancia sobre vuestros pensamientos, palabras y acciones, a fin de conservar la gracia de Dios todos los días de vuestra vida.

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