María vivió una continua inmolación



David, en medio de todos sus placeres y regias grandezas, cuando oyó que el profeta Natán le anunciaba que su hijo iba a morir (2Re 12, 144), no encontraba la paz; lloró, ayunó, durmió sobre la tierra. María, en cambio, recibió con suma paz la noticia de la muerte de su Hijo y con la misma tranquilidad continuó soportando su sufrimiento; pero ¿cuál sería su dolor al encontrarse siempre ante aquel Hijo, el más amable, y oírle decir aquellas palabras de vida eterna y contemplar sus comportamientos absolutamente santos?

Padeció grandes tormentos Abrahán durante aquellos tres días en que vivió con su amado hijo Isaac sabiendo que lo iba a perder. Pero, oh Dios, no durante tres días, sino durante treinta años tuvo que sufrir María semejantes penas. ¿Qué digo semejantes? Fueron tanto mayores, cuanto más amable era el Hijo de María que el hijo de Abrahán.

Reveló la misma Virgen a santa Brígida que no hubo una hora en que no le traspasara este dolor. “Cada vez que miraba a mi Hijo, cada vez que lo envolvía en pañales, cada vez que contemplaba sus manos y sus pies, tantas veces en mi alma se recrudecía como un nuevo dolor pensando en el momento de la crucifixión”. El abad Ruperto, contemplando a María, piensa que mientras le daba el pecho a su Hijo le decía: “Manojito de mirra es mi amado para mí, morará entre mis pechos”. Hijo mío, te estrecho entre mis brazos porque eres lo más amado para mí; pero cuanto más te amo, más te transformas en manojo de mirra y causa de mi dolor, pues sólo pienso en tus sufrimientos.

Consideraba María, dice san Bernardino, que la fortaleza de los santos tenía que agonizar; la belleza del paraíso tenía que verse deformada; el Señor del mundo, ser atado como reo; el Creador de todo, amoratado a golpes; el Juez de todos, sentenciado; la gloria del cielo, despreciada; el Rey de reyes, coronado de espinas y tratado como rey de burlas.

Según el P. Engelgrave, se le reveló a santa Brígida que la afligida Madre, sabiendo cuánto tenía que padecer su Hijo, “alimentándolo, pensaba en la hiel y el vinagre; cuando lo envolvía en pañales pensaba en los cordeles con que lo habían de maniatar; cuando lo llevaba en brazos se lo imaginaba clavado en la cruz; cuando lo veía dormido recordaba que un día estaría muerto”. Y siempre que le vestía su túnica se acordaba de que un día se la habían de arrancar para crucificarlo; y cuando contemplaba sus sagradas manos y sus sagrados pies, se le venían a la mente los clavos que los habían de traspasar. Dijo María a santa Brígida: Mis ojos se llenaban de lágrimas y mi corazón se estremecía de dolor.


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