Dice san Bernardino que para tener una idea del gran dolor de María al perder a su Hijo por la muerte, es necesario meditar el amor de esta madre hacia él. Todas las madres sienten como propias las penas de sus hijos, por eso la Cananea, cuando le pidió al Salvador que librara a su hija poseída por el demonio, le dijo que tuviera piedad de ella, su madre, más que de la hija: “Ten piedad de mí, Señor, hijo de David, pues mi hija es atormentada por un demonio” (Mt 15, 22). Pero ¿qué madre amó tanto a su hijo como María amó a Jesús? Era su hijo único y criado con tantos trabajos; hijo amadísimo de la madre y tan amante de ella; hijo que al mismo tiempo era su hijo y su Dios, que habiendo venido a la tierra a encender en todos el fuego del divino amor, como él mismo dijo: “Fuego vine a traer a la tierra, ¿y qué he de querer sino que arda?” (Lc 12, 49), ¿qué llamaradas de amor no encendería en aquel corazón de su madre santísima, puro y vacío de todo afecto mundanal? La misma Virgen Santísima dijo a santa Brígida que su corazón era uno con el de su Hijo por el amor. Aquella mezcla de esclava y madre, y de hijo y Dios, levantó en el corazón de María un incendio de amor compuesto de mil hogueras. Pero todo este incendio de amor, al tiempo de la pasión se convirtió en un mar de dolor.
San Bernardino dice meditando este misterio: Todos los dolores del mundo, si se juntaran de una vez, no serían tan intensos como el dolor de la gloriosa Virgen María. Y así es en verdad, porque esta madre, como escribe san Lorenzo Justiniano, cuanto más tiernamente amó, tanto más profundo fue su dolor. Cuanto con más ternura lo amó, con tanto mayor dolor sintió al verlo partir, especialmente cuando se encontró a su hijo que, ya condenado a muerte, iba con la cruz al lugar del suplicio. Y ésta es la cuarta espada de dolor que vamos a considerar.
Comentarios
Publicar un comentario