Hay quien dice que este dolor de María está
no sólo entre los mayores que sufrió, sino que fue el más grande y amargo de
todos, y no sin alguna razón. Lo primero, porque en los otros dolores María
tenía consigo a Jesús. Padeció con la profecía de Simeón en el templo y en la
huida a Egipto, pero siempre con Jesús; mas en este dolor padeció lejos de
Jesús, sin saber dónde estaba. “Me falta la luz misma de mis ojos” (Sal 37,
11). Así decía llorando: Ay, que la luz de mis ojos, mi amado Jesús, no está
conmigo, vive alejado de mí y no sé dónde está.
Dice Orígenes que a causa del amor que esta
santa madre tenía a su Hijo, padeció más con la pérdida de Jesús que cualquier
mártir pudiera padecer con los dolores de su martirio: “Muchísimo sufrió porque
lo amaba intensamente. Más sufrió por su pérdida que el dolor de cualquier
mártir en su muerte”. ¡Qué largos los tres días para María! Le parecieron como tres
siglos. Días amargos, sin que nadie pudiera consolarla. ¿Y quién podría
consolarme, decía con Jeremías, si el único que puede consolarme está lejos de
mí? Por eso no se cansan de llorar mis ojos. “Por eso lloro yo; mis ojos se van
en agua porque está lejos de mí el consolador que reanime mi alma”. Y con
Tobías repetía: “¿Qué gozo puede haber para mí que me siento en las tinieblas y
no puedo ver la luz del cielo?”
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