La segunda razón es que en los demás dolores María entendía la razón y el fin de los mismos, es decir, la redención del mundo y el divino querer; pero en este caso no sabía el porqué de la ausencia de su Hijo. Dolíase la desconsolada madre al verse alejada de Jesús, a la vez que su humildad, dice Lanspergio, le hacía pensar que no era suficientemente digna de tenerlo a su lado para cuidarlo y poseer tan rico tesoro. ¿Pensaría que no le había servido como se merecía? ¿Habría cometido alguna negligencia por la cual la había abandonado? Lo buscaban, dice Orígenes, temerosos de que los hubiera dejado. Y cierto que no hay sufrimiento más grande para un alma que ama a Dios que el temor de haberlo disgustado. Por eso María en ningún otro dolor se lamentó como en éste, quejándose amorosamente cuando lo encontró: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando” (Lc 2, 48). Con estas palabras María no quiso reprender a Jesús, como dijeron ofuscados algunos herejes, sino que quiso manifestarle el dolor que había sentido por su pérdida teniéndole el amor que le tenía. No era reproche, dice Dionisio Cartujano, sino queja de amor.
En suma, fue tan dolorosa esta espada de dolor para el corazón de la Virgen, que la beata Bienvenida, deseando un día y rogando a la santa madre, le concediera poder acompañarla en este dolor, María se le presentó con su Jesús en brazos; Bienvenida estaba gozando a la vista de aquel hermosísimo niño, pero de repente no lo vio más. Fue tanta la pena que sintió la beata, que recurrió a María pidiéndole, por piedad, que no la dejara morir de dolor. La Santísima Virgen se le apareció de nuevo después de tres días y le dijo: Has de saber, hija mía, que tu dolor no ha sido más que una pequeñísima porción del que yo sufrí al perder a mi Hijo.
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