Leemos en el Evangelio que, cuando Jesucristo instituyo el adorable sacramento de la Eucaristía, escogió para ello un recinto decente y suntuoso (Luc., XXII, 12.), para darnos a entender la diligencia con que debemos adornar nuestra alma con toda clase de virtudes, a fin de recibir dignamente a Jesucristo en la Sagrada Comunión. Y, aún más, antes de darles su Cuerpo adorable y su Sangre preciosa, levantóse Jesús de la mesa y lavó los pies a sus apóstoles (Ioan., XIII, 4), para indicarnos hasta qué punto debemos estar exentos de pecado, aún de la más leve culpa, sin afección ni tan sólo al pecado venial.
Debemos renunciar plenamente a nosotros mismos, en todo lo que
no sea contrario a nuestra conciencia; no resistirnos a hablar, ni a ver, ni a
amar en lo íntimo de nuestro corazón a los que en algo hayan podido
ofendernos... Mejor dicho, cuando vamos a recibir el Cuerpo de Jesucristo en la
Sagrada Comunión es preciso que nos hallemos en disposición de morir y
comparecer confiadamente ante el tribunal de Jesús. Nos dice San Agustín: «Si
queréis comulgar de manera que vuestro acto sea agradable a Jesús, es necesario
que os halléis desligados de cuando le pueda disgustar en lo más mínimo»,...
San Pablo nos encomienda a todos que purifiquemos más y más nuestras almas
antes de recibir el Pan de los Ángeles, que es el Cuerpo adorable y la Sangre
preciosa de Jesucristo» (Cor., XI. 28.); ya que, si nuestra alma no estar del
todo pura, nos atraeremos toda suerte de desgracias en este mundo y en el otro.
Dice San Bernardo: «Para comulgar dignamente, hemos de hacer cómo la serpiente
cuando quiere beber. Para que el agua le aproveche, arroja primero su veneno.
Nosotros hemos de hacer lo mismo cuando queramos recibir a Jesucristo,
arrojemos nuestra ponzoña en el pecado, el cual envenena nuestra alma y a
Jesucristo; pero, nos dice aquel gran Santo, es preciso que lo arrojemos de
veras. Hijos míos, exclama, no emponzoñeis a Jesucristo en vuestro corazón».
Si, los que se acercan a la Sagrada Mesa sin haber
purificado del todo su corazón, se exponen a recibir el castigo de aquel
servidor que se atrevió a sentarse a la mesa sin llevar el vestido de bodas. El
dueño ordenó a sus criados que le prendiesen, le atasen de pies y manos y le
arrojasen a las tinieblas exteriores (Mal., XXII, 13). Asimismo, en la hora de
la muerte dirá Jesucristo a los desgraciados que le recibieron en su corazón
sin haberse convertido: «¿Por que osasteis recibirme en vuestro corazón,
teniéndolo manchado con tantos pecados?». Nunca debemos olvidar que para
comulgar es preciso estar convertido y en una firme resolución de perseverar.
Ya hemos visto que Jesucristo, cuando quiso dar a los apóstoles su Cuerpo
adorable y su Sangre preciosa, para indicarles la pureza con que debían
recibirle, llegó hasta lavarles los pies. Con lo cual quiere mostrarnos que
jamás estaremos bastante purificados de pecados veniales. Cierto que el pecado
venial no es causa de que comulguemos indignamente; pero si lo es de que saquemos
poco fruto de la Sagrada Comunión. La prueba de ello es evidente: mirad cuántas
comuniones hemos hecho en nuestra vida; pues bien, ¿hemos mejorado en algo?.
-La verdadera causa está en que casi siempre conservarnos nuestras malas
inclinaciones, de las cuales rara vez nos enmendamos. Sentimos horror a esos
grandes pecados que causan la muerte del alma; pero damos poca importancia a
esas leves impaciencias, a esas quejas que exhalamos cuando nos sobreviene
alguna pena, a esas mentirillas de que salpicamos nuestra conversación: todo
esto lo cometemos sin gran escrúpulo. Habréis de convenir conmigo en que, a
pesar de tantas confesiones y comuniones, continuáis siendo los mismos y que
vuestras confesiones, desde hace muchos años, no son más que una repetición de
los mismos pecados, los cuales, aunque veniales, no dejan por esto de haceros
perder una gran parte del mérito de la Comunión. Se os oye decir, y con razón,
que no sois mejores ahora de lo que erais antes; más, ¿Quién os estorba la
enmienda?... Si sois siempre los mismos, es ciertamente porque no queréis
intentar ni un pequeño esfuerzo en corregiros; no queréis aceptar sufrimiento
alguno, ni veis con gusto que nadie os contradiga; quisierais que todo el mundo
os amase y tuviese en buena opinión, sin reparar que esto es muy difícil.
Procuremos trabajar, para destruir todo cuanto pueda desagradar a Dios en lo
más mínimo, y veremos cuan velozmente nuestras comuniones nos harán marchar por
el camino del cielo; y cuanto más frecuentes y numerosas sean, más desligados
nos veremos del pecado y más cercanos a nuestro Dios.
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