Digo que, al recibir a Jesús en la Sagrada Comunión se
nos aumenta la gracia. Ello es de fácil comprensión, ya que, al recibir a
Jesús, recibimos la fuente de todas !as bendiciones espirituales que en nuestra
alma se derraman. En efecto, el que recibe a Jesús, siente reanimar su fe;
quedamos más y más penetrados de las verdades de nuestra santa religión;
sentimos en toda su grandeza la malicia del pecado y sus peligros el
pensamiento del juicio final nos llena de mayor espanto, y la pérdida de Dios
se nos hace más sensible. Recibiendo a Jesucristo, nuestro espíritu se
fortalece; en nuestras luchas, somos más firmes, nuestros actos están
inspirados por la más pura intención, y nuestro amor va inflamándose más y más.
Al pensar que poseemos a Jesucristo dentro de nuestro corazón experimentamos
inmenso placer, y esto nos ata, nos une tan estrechamente con la Divinidad, que
nuestro corazón no puede pensar ni desear más que a Dios. La idea de la
posesión perfecta de Dios llena de tal manera nuestra mente, que nuestra vida
nos parece larga; envidiamos la suerte, no de aquellos que viven largo tiempo,
sino de los que salen presto de este mundo para ir a reunirse con Dios para
siempre. Todo cuanto es indicio de la destrucción de nuestro cuerpo nos
regocija. Tal es el primer efecto que en nosotros causa la Sagrada Comunión,
cuando tenemos nosotros la dicha de recibir dignamente a Jesucristo.
Decimos también que la Sagrada Comunión debilita nuestra inclinación al mal, y ello se comprende fácilmente. La Sangre preciosa de Jesucristo corre por nuestras venas, y su Cuerpo adorable que se mezcla al nuestro, no pueden menos que destruir, o a lo menos debilitar en alto grado, la inclinación al mal; efecto del pecado de Adán. Es esto tan cierto que, después de recibir a Jesús Sacramentado, se experimenta un gusto insólito por las cosas del cielo al par que un gran desprecio de las cosas de la tierra. Decidme, ¿cómo podrá el orgullo tener entrada en un corazón que acaba de recibir a un Dios que, para bajar a él, se humilló hasta anonadarse?. Se atreverá en aquellos momentos a pensar que, de si mismo, es realmente alguna cosa?. Por el contrario, ¿habrá humillaciones y desprecios que le parezcan suficientes?. Un corazón que acaba de recibir a un Dios tan puro, a un Dios que es la misma santidad, ¿no concebirá el horror y la execración más firmes de todo pecado de impureza?. ¿No estará dispuesto a ser despedazado antes que consentir, no ya la menor acción, sino tan sólo el menor pensamiento inmundo?. Un corazón que en la Sagrada Mesa acaba de recibir a Aquel que es dueño de todo lo criado y que paso toda su vida en la mayor pobreza, que «no tenía ni donde reclinar su cabeza» santa y sagrada, si no era en un montón de paja; que murió desnudo en una Cruz; decidme: ¿ese corazón podrá aficionarse a las cosas del mundo, al ver cómo vivió Jesucristo?. Una lengua que hace poco ha sostenido a su Criador y a su Salvador, ¿se atreverá a emplearse en palabras inmundas y besos impuros?. No, indudablemente, jamás se atreverá a ello.
Unos ojos que hace poco deseaban contemplar a su Criador, mas radiante que el mismo sol, ¿podrían, después de lograr aquella dicha, posar su mirada en objetos impuros?. Ello no parece posible. Un corazón que acaba de servir de trono a Jesucristo, ¿se atreverá a echarlo de sí, para poner en su lugar el pecado o al demonio mismo?. Un corazón que haya gozado una vez de los castos brazos de su Salvador, solamente en Él hallará su felicidad. Un cristiano que acaba de recibir a Jesucristo, que murió por sus enemigos, ¿podrá desear la venganza contra aquellos que le causaron algún daño?. Indudablemente que no; antes se complacerá en procurarles el mayor bien posible. Por esto decía San Bernardo a sus religiosos: «Hijos míos, si os sentís menos inclinados al mal, y más al bien, dad por ello gracias a Jesucristo, Quién os concede esta gracia en la Sagrada Comunión.»
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