Este ejemplo no está en los libros, sino que
me lo ha referido un sacerdote compañero mío como acaecido a él mismo. Mientras
este sacerdote estaba confesando en una iglesia –no se dice la ciudad por
prudencia, aunque el penitente dio licencia para publicar su caso– se colocó al
frente de él un joven que parecía titubear entre confesarse y no confesarse.
Mirándolo el padre varias veces, al fin lo llamó y le preguntó si deseaba
confesarse. Respondió que sí, pero como la confesión parecía que iba a ser
larga, el confesor se fue con él a una habitación aislada.
El penitente comenzó por decirle que era un
noble forastero y que no comprendía cómo Dios le podía perdonar con la vida que
había llevado. Además de los incontables pecados deshonestos, homicidios y
demás, le dijo que habiendo desesperado de su salvación se había dedicado a
pecar, no tanto por satisfacción cuanto por desprecio a Dios y por el odio que
le tenía. Dijo que poco antes, esa misma mañana, había ido a comulgar; pero
¿para qué? Para pisotear la hostia consagrada. Y que, en efecto, habiendo
comulgado, iba a ejecutar su horrendo pensamiento, pero no pudo hacerlo porque
le veía la gente. Y en ese momento entregó al sacerdote la santa hostia
envuelta en un papel. Le contó después que pasando por delante de aquella
iglesia había sentido un impulso muy grande de entrar, y que no pudiendo
resistir había entrado. Después le había acometido un gran remordimiento de
conciencia con un deseo confuso de confesarse, que por eso se había puesto ante
el confesionario; pero estando allí era tanta su confusión y desconfianza que
quería marcharse, pero parecía como si alguien le retuviera a la fuerza; hasta
que usted, padre, me llamó. Ahora me encuentro aquí para confesarme, pero no sé
cómo.
El padre le preguntó si había tenido alguna
devoción a la Virgen María durante ese tiempo, porque tales golpes de
conversión no suceden sino por las poderosas manos de María. “¿Qué devoción
podía tener? Nada, padre; yo estaba condenado”. Pero metiendo la mano en el
pecho, notó que tenía el escapulario de la Virgen Dolorosa. “Hijo –continuó el
confesor–, ¿no ves que la Virgen es la que te ha otorgado esta gracia? Y has de
saber que esta iglesia está consagrada a la Virgen”. Al oír esto el joven se
enterneció, comenzó a compungirse y a llorar. Mientras manifestaba sus pecados
creció a tal punto su compunción y llanto, que se desmayó. El padre lo reanimó
y finalmente acabó la confesión, lo absolvió con gran consuelo, y del todo
contrito y resuelto a cambiar de vida se despidió para volver a su patria,
dando licencia al confesor para anunciar públicamente la gran misericordia que
con él había tenido María.
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