En tercer lugar, la seguridad de la
salvación hace que el morir sea dulce. La muerte se llama tránsito porque por
ella se pasa de una vida breve a una vida eterna. Por lo que, así como es
enorme el pavor de los que mueren con dudas sobre su eterna salvación y se
acercan al gran momento con el temor muy fundado de acabar en la muerte eterna,
así, por el contrario, es muy grande la alegría de los santos al concluir el
curso de su vida en la tierra, pues esperan con gran confianza ir a poseer a
Dios en el cielo. Una religiosa carmelita, cuando el médico le anunció que iba
a morir, sintió tal alegría que dijo: “¿Cómo es, señor médico, que me da esta
noticia tan estupenda y no me pide la propina?” San Lorenzo Justiniano, estando
para morir y viendo que sus familiares lloraban a su alrededor, les dijo: “Id
con vuestras lágrimas a llorar a otra parte, que éste no es tiempo de
lágrimas”. Como si les dijera: A llorar a otra parte; si queréis estar junto a
mí, tenéis que estar contentos como yo al ver que se me abren las puertas del
paraíso para unirme a Dios. Y de modo parecido actuaban un san Pedro de
Alcántara, un san Luis Gonzaga y tantos otros santos, quienes al recibir la
noticia de que iban a morir hicieron exclamaciones de júbilo y alegría. Mas
éstos no tenían la certeza de poseer la gracia de Dios ni estaban tan seguros
de ser santos como lo estaba María.
Qué júbilo hubo de experimentar la Madre de
Dios al sentir que iba a concluir el curso de su vida en la tierra, ella que
tenía la absoluta seguridad de gozar de la gracia divina. Le había asegurado el
arcángel Gabriel que estaba rebosante de gracia y estaba en posesión de Dios:
“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo... Encontraste gracia ante el
Señor” (Lc 1, 28; 30). Qué bien percibía que su corazón estaba de continuo
inflamado en el amor de Dios; de tal manera que, como dice Bernardino de
Bustos, María, por privilegio singular no concedido a ningún otro santo, amaba
siempre actualmente a Dios en cada instante de su vida; y con tanto ardor que,
como dice san Bernardo, fue preciso un constante milagro para que pudiera vivir
en medio de tantos ardores.
De María se dijo en los Sagrados Cantares: “¿Quién es ésta que sube por el desierto como
columnita de humo hecho de aromas de mirra y de incienso y de todas las
esencias?” (Ct 3, 6). Su total mortificación simbolizada en la mirra, sus fervorosas
oraciones que significan el incienso y todas sus virtudes unidas a su perfecto
amor a Dios encendían en ella un incendio tan grande que su alma tan bella, del
todo consagrada al divino amor y abrasada por él, la elevaban constantemente
hacia Dios como columnita de humo exhalando suavísimo aroma. Escribe Ruperto
que María, como espiral de humo, esparcía suave aroma para el Altísimo. Y María
concluyó su existencia sobre la tierra como había vivido. El amor divino la sostenía
en vida y el amor divino la transportó al cielo, pues la Virgen María, como
dice san Ildefonso, o no podía morir o sólo podía morir de amor.
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