lo que hace dichosa la
muerte es la tranquilidad de conciencia. Los pecados cometidos son como gusanos
que roen y llenan de aflicción el corazón del pobre pecador moribundo que
pronto se va a tener que presentar ante el divino tribunal y se ve rodeado de
sus pecados que le espantan y le gritan, al decir de san Bernardo: “Somos tus
obras, no te abandonaremos”. María, a la hora de dejar este mundo, no podía de
ninguna manera verse afligida por ningún remordimiento de conciencia, porque
ella fue siempre santa, siempre pura y siempre estuvo libre hasta de la sombra
del pecado actual y original. Por eso se dijo de ella: “Toda eres hermosa,
amiga mía, y no hay mancha alguna en ti” (Ct 4, 7).
Desde que tuvo uso de razón, es decir, desde
el primer instante de su inmaculada concepción en el seno de su madre santa
Ana, desde entonces comenzó a amar a su Dios con todas sus fuerzas, y así
continuó siempre, progresando más y más. Todos sus pensamientos y deseos, todos
sus afectos, no fueron sino para Dios. No pronunció una palabra, no hizo un
movimiento ni tuvo una mirada ni una respiración que no fueran para Dios y su
gloria, sin jamás retroceder un paso ni apartarse un momento del amor divino.
Y en el momento feliz de su tránsito estaban
a su alrededor todas las virtudes que había practicado. Aquella su fe tan
constante, su confianza en Dios tan inflamada de amor, su paciencia tan firme
en medio de tantas penas, su humildad en medio de tantos privilegios; su
modestia, su mansedumbre, su compasión hacia todos, su celo de la gloria de
Dios; sobre todo su perfecto amor a Dios, con su perfecta conformidad con la
voluntad divina. Todas esas virtudes juntas la rodeaban y, consolándola, le
decían: “Somos tus obras, no te abandonaremos. Señora y madre nuestra, todas
nosotras somos hijas de tu hermoso corazón; ahora que vas a dejar esta vida en
la tierra, nosotras no queremos abandonarte; seguiremos contigo para ser tu
cortejo eterno en el paraíso, donde tú serás la reina de todos los hombres y de
todos los ángeles.
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