María, después de morir Jesús

 



Consideremos ahora cómo fue su dichoso tránsito. Después de la ascensión de Cristo quedó María en la tierra para atender a la propagación de la fe. Por lo que a ella recurrían los apóstoles y discípulos de Jesucristo y ella les solucionaba sus dudas, les reconfortaba en las persecuciones y les animaba a trabajar por la gloria de Dios y la salvación de las almas redimidas. Con mucho gusto permanecía en la tierra, comprendiendo que ésa era la voluntad de Dos para el bien de la Iglesia; pero sentía el ansia de verse junto a su Hijo que había subido al cielo. “Donde está tu tesoro –dijo el Redentor–, allí está tu corazón” (Lc 12, 34). Donde uno piensa que está su tesoro y su contento, allí tiene siempre fijo el amor y el deseo de su corazón. Pues si María no amaba otro bien más que a Jesús, estando él en el cielo allí estaban sus ansias y deseos.

Tablero escribe de María que “tenía su morada en el cielo”, porque teniendo allí todo su amor, allí tenía su reposo constante; “tenía por escuela la eternidad”, siempre desprendida de los bienes materiales; “tenía por maestra a la verdad de Dios”, obrando en todo según sus divinas luces; “por espejo a la divinidad”, pues sólo se contemplaba en Dios para conformarse en todo a su divino querer; “por aderezo su devoción”, siempre prontísima a seguir el divino beneplácito; “por su único descanso Dios”, ya que en unirse del todo con él encontraba toda su paz; “el sitio donde estaba el tesoro de su corazón era sólo Dios”, y esto hasta entre sueños. Andaba la Santísima Virgen, escribe este autor, consolando su corazón enamorado en aquella dolorosa lejanía, visitando según se dice los santos lugares en donde había estado su Hijo: la cueva de Belén donde había nacido, la casita de Nazaret donde había vivido tantos años, el huerto de Getsemaní donde comenzó su pasión y el pretorio de Pilato donde fue flagelado, también el lugar donde fue coronado de espinas; pero con más frecuencia visitaba el calvario donde el Hijo entregó su espíritu y el santo sepulcro donde ella lo había colocado. Y así la Madre amantísima se iba consolando del dolor de su duro destierro.

Pero esto no bastaba para contentar su corazón, que no podía encontrar su perfecto descanso en la tierra, por lo que no hacía más que suspirar constantemente a su Señor exclamando con David pero con amor más ardiente: “¡Quién me diera alas como de paloma y volaría y descansaría! ¡Quién me diera alas para volar hacia mi Dios y encontrar en él mi reposo! Como desea el ciervo las fuentes de agua, así mi alma te desea, Dios mío” (Sal 41, 2). Como el ciervo herido desea la fuente, así mi alma, de tu amor herida, Dios mío, te busca y por ti suspira. Los gemidos de esta palomita traspasaban el corazón de su Dios que tanto la amaba: “La voz de la paloma se ha escuchado en nuestra tierra” (Ct 2, 12). Por lo que no queriendo diferir por más tiempo el consuelo a su amada, al fin cumple su deseo y la llama a su reino.

Comentarios