Ved a Santa María Egipcíaca ocupándose durante diecinueve años en pedir a Dios que la librase de recaer en las torpezas pasadas. ¿Qué hicieron, pues, los santos? Perseveraron constantemente en sus peticiones y, por su constancia, obtuviere siempre lo que pedían a Dios. Y nosotros, aunque llenos de pecados, si Dios no nos otorga al momento lo que le pedimos, pensamos que no quiere concedérnoslo, y dejamos en seguida la oración. No es ésta la conducta que observaron los santos respecto al particular: ellos se consideraron siempre indignos de ser escuchados favorablemente por Dios, creyendo que, si Él accedía a sus ruegos, era a impulsos de su misericordia, mas no en vista de sus méritos. Digo, pues, que al orar aunque Dios parezca no escuchar nuestras oraciones, nunca hemos de abandonarlas, sino continuar con gran constancia. Si Dios no nos concede lo que pedimos. Un ejemplo de la manera como debemos insistir en nuestras oraciones, nos lo ofrece aquella mujer cananea que se acercó a Jesucristo para implorar la curación de su hija. Ved su humildad, su perseverancia, etc... Citaré también otro ejemplo admirable de lo que puede la oración. Leemos en la historia de los Padres del desierto que, habiendo los católicos de una ciudad vecina ido a encontrar a un santo cuya fama estaba muy extendida por aquellos países, a fin de pedirle que los acompañase para ver de confundir a cierto hereje cuyos discursos seducían a mucha gente, aquel santo se puso a discutir con el desgraciado, sin poderle convencer de que no llevaba razón y de que era un desgraciado que parecía sólo haber nacido para perder las almas; viendo que, con sus, sofismas y rodeos, continuaba en la pretensión de hacer creer a los demás que la razón estaba de su parte, el santo le dijo: «Desgraciado, el reino de Dios no consiste en palabras, sino en obras; vamos los dos al cementerio, junto con toda esta gente, que servirán de testigos; invocaremos ambos a Dios ante el primer muerto que hallemos, y nuestras obras darán razón de nuestra fe». El hereje quedó corrido ante aquella proposición, sin atreverse verse a acudir al reto; mas propuso al santo aguardar al día siguiente, a lo cual éste accedió. El día señalado, el pueblo, afanoso de ver en qué pararía aquello, se dirigió en masa al cementerio, Esperaron todos allí hasta las tres de la tarde; mas en aquella hora el santo tuvo noticia de que su adversario había huído por la noche y tomado el camino de Egipto. Entonces San Macario, que así se llamaba el santo, llevóse al cementerio a todo aquel gentío que estaba esperando el resultado de la controversia, procurando sobre todo que estuviesen presentes aquellos a quienes el desgraciado hereje había seducido. Paróse ante una tumba, y en presencia de todos los que le rodeaban, se arrodilló, oro unos momentos y, dirigiéndose al cadáver que de años estaba enterrado en aquel lugar, habló así: «¡Oh hombre!, escúchame: si aquel hereje hubiese venido aquí conmigo, y delante de él hubiese yo invocado en nombre de Jesucristo mi Salvador, ¿no te habrías levantado para dar testimonio de la verdad de mi fe? A estas palabras, el muerta se levantó y, en presencia de todos, dijo que lo hubiera hecho al momento tal como lo hacía entonces. San Macario le dijo: «¿Quién eres?, ¿en qué edad del mundo viviste?, ¿tuviste conocimiento de Jesucristo?» El muerto resucitado respondió que había vivido en tiempo de los mas antiguos reyes; pero que nunca había oído pronunciar el nombre de Jesucristo. Entonces, viendo San Macario que todo el mundo estaba ya plenamente convencido de que aquel desgraciado hereje era un falsario, dijo al muerto: «Duerme en paz hasta la resurrección general». Y todo el mundo se retiró alabando a Dios, que de una manera tan elocuente había hecho conocer la verdad de nuestra santa religión. San Macario retornó a su desierto para
continuar las penitencias a que se entregaba (Vida de los Padres del desierto, t. II, San Macario de Egipto.).
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