Cuando Juliano el Apóstata dirigía su expedición a Persia, envió un demonio a Occidente para que lo antes posible le trajese una cierta respuesta. Pero cuando el demonio llegó cerca de la celda de cierto monje se quedó diez días inmóvil. No podía seguir adelante, porque aquel monje no cesaba de orar ni de día ni de noche. Y volvió con las manos vacías a quien le había enviado. «¿Por qué has tardado tanto?», le preguntó Juliano. «He tardado tanto y he vuelto sin haber logrado nada, porque durante diez días he esperado que el monje Publio dejara de orar, para que yo pudiese pasar. Pero no cesó de orar y no he podido pasar y he tenido que volverme sin hacer nada». Entonces el impío Juliano montó en cólera, y gritó: «A mi vuelta me vengaré». Pero pocos días después, por providencia divina, pereció y enseguida uno de los generales que le acompañaban vendió todos sus bienes y los repartió entre los pobres. Luego fue a ver al anciano Publio y llegó a ser un monje famoso, perseverando así hasta el fin de su vida.
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