Señora mía, siendo tu oficio el de mediadora entre los pecadores y Dios,
”ea, pues, abogada nuestra”, cumple también ese oficio conmigo. No me digas que mi causa es muy difícil de ganar; pues yo sé, como me dicen todos, que toda causa por desesperada que sea, si la defiendes tú, jamás se pierde.
Podría temer si sólo mirase la muchedumbre de mis pecados, y tú no aceptaras defenderme, pero al ver tu misericordia inmensa, y el sumo deseo de ayudar al pecador que late en tu corazón, nada temo.
¿Quién se perdió jamás habiendo recurrido a ti?
Por eso te llamo en mi socorro, mi abogada, mi refugio y mi esperanza.
En tus manos pongo la causa de mi eterna salvación, perdida estaba, pero tú la tienes que ganar.
Gracias le doy siempre al Señor que me da esta gran confianza en ti, la cual, a pesar de mis deméritos, siento que me garantiza la salvación. Sólo un temor me aflige, amada Reina mía; y es que yo pueda, por mi descuido perder esta confianza en ti.
Por eso te ruego, María, Madre mía, por el amor que tienes a Jesús, que siempre me conserves y acrecientes esta confianza en tu intercesión por la que espero, con toda certeza, recuperar la amistad divina, tantas veces por mí despreciada y perdida.
Recuperarla espero por tu medio y conservarla, hasta llegar, gracias a ti, al Paraíso, a agradecer y cantar las misericordias de Dios y tuyas, por toda la eternidad. Amén.
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