que nada nos consuela tanto durante nuestra vida y nos conforta a la hora de la muerte como las lágrimas que derramamos por nuestros pecados, el dolor que par los mismos experimentamos y las penitencias a que nos entregamos. Es esto muy fácil de comprender, puesto que por semejante medio tenemos la dicha de expiar nuestras culpas, o satisfacer a la justicia de Dios. Por Él merecemos nuevas gracias para que nos ayuden a tener la dicha de perseverar. Nos dice San Agustín que es necesario, de toda necesidad, que el pecado sea castigado, o por aquel que lo ha cometido, o por aquel contra el cual se ha cometido. Si no queréis que Dios os castigue, nos dice, castigaos vosotros mismos. Vemos que el mismo Jesucristo, para mostrarnos cuán necesaria nos es la penitencia después del pecado, se coloca al mismo nivel de los pecadores (Marc. 2. 16).
Nos dice Él que, sin el santo bautismo, nadie entrará en el reino de los cielos (Juan. 3, 5); y en otra parte, que si no hacemos penitencia; todos pereceremos (Luc. 13. 3). Todo se comprende fácilmente. Desde que el hombre pecó, sus sentidos todos se revelaron contra la razón; por consiguiente, si queremos que la carne esté sometida al espíritu y a la razón, es necesario mortificarla; si queremos que el cuerpo no haga la guerra al alma, es preciso castigarle a él y a todos los sentidos; si queremos ir a Dios, es necesario mortificar el alma con todas sus potencias. Y si aun queréis convenceros más de la necesidad de la penitencia, abrid la Sagrada Escritura, y allí veréis cómo todos cuantos pecaron y quisieron volver a Dios, derramaron abundantes lágrimas, se arrepintieron de sus culpas e hicieron penitencia.
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