Si alguno
–dice San Cipriano– habitase en una casa cuyas paredes estuvieran para desplomarse,
cuyo pavimento y techo se bambolearan y todo ello amenazase ruina, ¿no desearía
mucho salir de ella?... Pues en esta vida todo amenaza la ruina del alma: el
mundo, el infierno, las pasiones, los sentidos rebeldes, todo la atrae hacia el
pecado y la muerte eterna.
¿Quién me
librará –exclamaba el Apóstol (Ro. 7, 24)– de este cuerpo de muerte? ¡Oh, qué
alegría sentirá el alma cuando oiga decir: “Ven, esposa mía; sal del lugar del llanto,
de la cueva de los leones que quisieran devorarte y hacerte perder la gracia divina”
(Cant. 4, 8).
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