Cómo el deseo de amar a Dios nos hace aspirar al cielo


 


Cuando el alma enamorada ve que no puede saciar el deseo que siente de alabar a su Amado, mientras vive entre las miserias de este mundo, y sabedora de que las alabanzas, que se tributan en el cielo de la divina bondad, se cantan con un aire incomparablemente más elevado, exclama: ¡Cuan laudables son las alabanzas que los espíritus bienaventurados entonan ante el trono de mi rey celestial! ¡Oh qué dicha oír aquella santísima y eterna melodía, en la cual, por un suavísimo conjunto de voces diferentes y tonos distintos, hacen que resuenen por todos lados perpetuas aleluyasl

¡Cuan amable es este templo, donde todo resuena en alabanzas! ¡Qué dulzura para los que viven en esta morada santa, donde tantos ruiseñores celestiales entonan, con una santa emulación de amor, los himnos de la suavidad eterna! 

Luego, el corazón que, en este mundo, no puede cantar ni oír a su placer las divinas alabanzas, siente un deseo sin igual de ser liberado de los lazos de esta vida, para partir hacia la otra, donde es perfectamente alabado el amante celestial, y este deseo, una vez dueño del corazón, se hace tan potente y apremiante en el pecho de los sagrados amantes, que, echando fuera los demás deseos, les hace sentir hastío por todas las cosas de la tierra, y hace que el alma desfallezca y enferme de amor, y esta pasión va a veces tan lejos, que, si Dios lo permite, llega a causar la muerte.

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