¡Ah Dios mío! ¿Quién, sino Vos, pudiera haber tenido toda la paciencia que para conmigo habéis usado? Si no fuese infinita vuestra bondad, yo desconfiaría de alcanzar perdón. Pero mi Dios murió para perdonarme y salvarme; y pues me ordena que tenga esperanza, en Él esperaré. Si mis pecados me espantan y condenan, vuestros merecimientos y promesas me infunden valor.
Prometisteis la vida de la gracia a quien vuelva a vuestros brazos. Convertíos y vivid (Ez. 18, 32). Prometisteis abrazar al que a Vos acudiere. Volveos a Mí y Yo me volveré a vosotros (Zac. 1, 3). Dijisteis que no despreciaríais al que se arrepintiera y humillase (Sal.
50, 19). Pues heme aquí, Señor; a Vos vuelvo y recurro; me merecedor de mil infiernos y me arrepiento de haberos ofendido. Ofrezco firmemente no más ofenderos y amaros siempre.
No permitáis que sea en adelante ingrato a tanta bondad. Padre Eterno, por los méritos de la obediencia de Jesucristo, que murió por obedeceros, haced que yo obedezca a vuestra voluntad hasta la muerte. Os amo, Sumo Bien mío, y por el amor que os tengo quiero obedeceros en todas las cosas. Dadme la santa perseverancia; dadme vuestro amor, y nada más os pido.
María, Madre
mía, rogad por mí.
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