¡Ayudadme y
no me abandonéis, amado Salvador mío! Veo mi alma llena de pecados:
las pasiones
me violentan, las malas costumbres me oprimen. A vuestros pies me postro.
Tened piedad
de mí, y libradme de tanto mal. En Ti, Señor, esperé; no sea confundido
eternamente (Sal. 30, 2). No permitáis que se pierda un alma que en Vos confía (Sal. 73,
Me pesa de
haberos ofendido, ¡oh infinita Bondad! Confieso que he cometido muchas
faltas, y a
toda costa quiero enmendarme. Mas si no me socorréis con vuestra gracia,
perdido me
veré.
Acoged,
Señor, a este rebelde que tanto os ha ultrajado. Pensad que os he costado la
Sangre y la
vida. Pues por los merecimientos de vuestra Pasión y muerte, recibidme en
vuestros
brazos y concededme la santa perseverancia. Ya estaba perdido y me llamasteis.
No he de
resistir más, y me consagro a Vos. Unidme a vuestro amor, y no permitáis que me
pierda otra
vez al perder vuestra gracia... ¡Jesús mío, no lo permitáis!
¡No lo
permitáis, oh María, reina de mi alma; enviadme la muerte, y aun mil muertes,
antes que
vuelva a perder la gracia de vuestro Hijo!
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