¡Reina mía soberana, digna de mi Dios, María! Al verme tan vil y cargados de pecados, no debiera atreverme a acudir a ti y llamarte madre. Merezco, lo sé, que me deseches, pero te ruego que contemples lo que ha hecho y padecido tu Hijo por mí; y después
me deseches si puedes. Soy un pecador que, más que otros, ha despreciado la divina Majestad; pero el mal está hecho.
A ti acudo que me puedes auxiliar; ayúdame, Madre mía, y no digas que no puedes ampararme, pues bien sé que eres poderosa y obtienes de tu Dios lo que deseas. Si me dices que no puedes protegerme, dime al menos a quién debo acudir para ser socorrido en mi desgracia y dónde poder refugiarme o en quién pueda más seguro confiar.
Tú, Jesús mío, eres mi padre; y tú mi madre, María. Amás a los más miserables y los andáis buscando para salvarlos. Yo soy reo del infierno, el más mísero de todos.
Pero no tienes necesidad de buscarme; ni siquiera lo pretendo.
A vosotros me presento con la esperanza de no verme abandonado.
Vedme a vuestros pies. Jesús mío, perdóname.
María, madre mía, socórreme.
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