¡Oh mi amado
Redentor! No me atrevería a presentarme ante Vos si no os viera en la cruz
desgarrado, escarnecido y muerto por mí. Grande es mi ingratitud, pero aún es
más grande vuestra misericordia. Grandísimos mis pecados, mas todavía son
mayores vuestros méritos. En vuestras llagas, en vuestra muerte, pongo mi
esperanza.
Merecí el
infierno apenas hube cometido mi primer pecado. He vuelto luego a ofenderos mil
y mil veces. Y Vos, no sólo me habéis conservado la vida, sino que, con suma piedad
y amor, me habéis ofrecido el perdón y la paz.
¿Cómo he de
temer que me arrojéis de vuestra presencia ahora que os amo y que no deseo sino
vuestra gracia?... Sí; os amo de todo corazón, ¡oh Señor mío!, y mi único
anhelo se cifra en amaros. Os adoro y me pesa el haberos ofendido, no tanto por
el infierno que merecí, como por haberos despreciado a Vos, Dios mío, que tanto
me amáis... Abrid, pues, Jesús mío, el tesoro de vuestra bondad, y añadid misericordia
a misericordia.
Haced que yo
no vuelva a ser ingrato, y mudad del todo mi corazón, de suerte que sea enteramente
vuestro, e inflamado siempre por las llamas de vuestra caridad, ya que antes menospreció
vuestro amor y le trocó por los viles placeres del mundo.
Espero
alcanzar la gloria, para siempre amaros; y aunque allí no podré estar entre las
almas inocentes, me pondré al lado de las que hicieron penitencia, deseando,
con todo, amaros más todavía que aquéllas. Para gloria de vuestra misericordia,
vea el Cielo cómo arde en vuestro amor un pecador que tanto os ha ofendido.
Resuelvo entregarme a Vos de hoy en adelante, y pensar no más que en amaros.
Auxiliadme con vuestra luz y gracia para cumplir ese deseo mío, dado también
por vuestra misma bondad...
¡Oh María,
Madre de perseverancia, alcanzadme que sea fiel a mi promesa!
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