Se cuenta de san Andrés Avelino que en la
hora de su muerte vinieron miles de demonios para tentarlo. Y se lee en su
biografía que en su agonía sostuvo un combate tan fiero con el infierno, que
hacía estremecer a los buenos religiosos que le acompañaban. Vieron que al
santo se le hinchaba la cara y se le amorataba por el exceso de dolor; todo su
cuerpo temblaba en medio de fuertes convulsiones; de los ojos brotaban
abundantes lágrimas; daba golpes violentos con la cabeza, señales todas de la
terrible batalla que le hacía sostener el infierno. Todos lloraban de compasión
redoblando las oraciones, a la vez que temblaban de espanto viendo cómo moría
un santo. Se consolaban viendo cómo el santo constantemente dirigía los ojos a
una devota imagen de María, acordándose que él mismo muchas veces les había
profetizado que, en la hora de la muerte, María había de ser su refugio. Quiso
al fin el Señor que terminara la batalla con gloriosa victoria; cesaron las
convulsiones, se le descongestionó el rostro y, tornando a su color normal,
vieron que el santo, fijos los ojos en una imagen de María, le hizo una
inclinación como en señal de agradecimiento –la cual se cree que entonces se le
aparecería– y expiró plácidamente en los brazos de María. En el mismo instante
una capuchina que estaba en trance de muerte, dijo a las religiosas que la
asistían: “Rezad el Ave María porque acaba de morir un santo”.
Ante la presencia de nuestra Reina huyen los
rebeldes. Si en la hora de nuestra muerte tenemos a María de nuestra parte,
¿qué podemos temer de todos los enemigos del infierno? David, temiendo las
angustias de la muerte, se reconfortaba con la muerte del futuro Redentor y con
la intercesión de la Virgen Madre: “Aunque camine por medio de las sombras de
la muerte, tu vara y tu cayado me consuelan” (Sal 22, 4). Explica el cardenal
Hugo que por el báculo se ha de entender el madero de la cruz, y por la vara la
intercesión de la Virgen, que fue la vara profetizada por Isaías: “Se alzará
una vara del tronco de José y de su raíz brotará una flor” (Is 9, 1). Esta
divina Madre es aquella poderosa vara con la que se vence la furia de los
enemigos infernales. Así nos anima san Antonino, diciendo: “Si
María está con nosotros,
¿quién contra nosotros?”
Al P. Manuel Padial, jesuita, se le apareció
la Virgen en la hora de la muerte y le dijo, animándole: “Ha llegado la hora en
que los ángeles, congratulándose contigo, te dicen: ¡Felices trabajos y bien
pagadas mortificaciones!” Y vio un ejército de demonios que huían desesperados,
gritando: “No podemos nada contra la sin mancha que lo defiende”. De modo
semejante, el P. Gaspar Ayewod fue asaltado en la hora de la muerte por los
demonios con una fuerte tentación contra la fe. Al punto se encomendó a la
Virgen, y se le oyó exclamar: “¡Gracias, María, porque has venido en mi ayuda!”
María manda en auxilio de sus siervos a la
hora de la muerte, dice san Buenaventura, al arcángel san Miguel, príncipe de
la milicia celestial, y a legiones de ángeles para que lo defiendan de las
asechanzas de Satanás y reciban y lleven en triunfo al cielo las almas de
quienes de continuo se han encomendado a su intercesión.
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