La idea de
que todo se acaba con la muerte inspiró a San Francisco de Borja la resolución
de entregarse por completo a Dios. Habíanle dado el encargo de acompañar hasta
Granada el cadáver de la emperatriz Isabel, y cuando abrieron el ataúd, tales
fueron el horrible aspecto que ofreció y el hedor que despedía, que todos los
acompañantes huyeron.
Mas San
Francisco, alumbrado por divina luz, quedóse a contemplar en aquel cadáver la
vanidad del mundo, considerando cómo podía ser aquella su emperatriz Isabel,
ante la cual tantos grandes personajes doblaban reverentes la rodilla.
Preguntábase qué se habían hecho de tanta majestad y tanta belleza.
Así, pues,
díjose a sí mismo: “¡En esto acaban las grandezas y coronas del mundo!..¡No más
servir a señor que se me pueda morir!...” Y desde aquel momento se consagró enteramente
al amor del Crucificado, e hizo voto de entrar en Religión si antes que él
moría su esposa; y, en efecto, cuando la hubo perdido, entró en la Compañía de
Jesús.
Con verdad
un hombre desengañado escribía en un cráneo humano: Cogitanti vilescunt
omnia... Al que en esto piensa todo le parece vil... Quien medita en la muerte
no puede amar la tierra... ¿Por qué hay tanto desdichado amador del mundo?
Porque no piensan en la muerte...
¡Míseros
hijos de Adán!, nos dice el Espíritu Santo (Sal. 4, 3), ¿por qué no desterráis del
corazón los afectos terrenos, en los cuales amáis la vanidad y la mentira? La
que sucedió a vuestros antepasados os acaecerá también a vosotros; en vuestro
mismo palacio vivieron, en vuestro lecho reposaron; ya no están allí, y lo
propio os ha de suceder.
Entrégate,
pues, a Dios, hermano mío, antes que llegue la muerte. No dejes para mañana lo que
hoy puede hacer (Ecc. 9, 10); porque este día de hoy pasa y no vuelve; y en el
de mañana pudiera la muerte presentársete, y ya nada te permitiría hacer.
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