Los ángeles, en cuanto se apartaron del amor
divino y se abrazaron con el amor propio, cayeron en seguida como muertos y
quedaron sepultados en los infiernos, de suerte que lo que la muerte hace en
los hombres, privándoles para siempre de la vida mortal, la caída lo hace en
los ángeles, privándoles para siempre de la vida eterna. Pero nosotros, los
seres humanos siempre que ofendemos a Dios, morimos de verdad, pero no de
muerte tan completa que no nos quede un poco de movimiento, aunque éste es tan
flojo que no podemos desprender nuestros corazones del pecado, ni emprender de
nuevo el vuelo del santo amor, el cual, infelices como somos, hemos pérfida y
voluntariamente dejado.
Y, a la verdad, que bien mereceríamos
permanecer abandonados de Dios, cuando con tanta deslealtad le hemos
abandonado; pero, con frecuencia, su eterna caridad no permite que su justicia
eche mano de este castigo; al contrario, movido a compasión, se siente impelido
a sacarnos de nuestra desdicha, lo cual hace enviando el viento favorable de la
santa inspiración, la cual, dando con suave violencia contra nuestros
corazones, se apodera de ellos y los mueve, elevando nuestros pensamientos y
haciendo volar nuestros afectos por los aires del amor divino.
Este primer arranque o sacudida que Dios
comunica a nuestros corazones, para incitarlos a su propio bien, se produce
ciertamente en nosotros, mas no por medio de nosotros; pues llega de improviso,
sin que nosotros hayamos pensado ni hayamos podido pensar en ello, porque no somos suficientes por nosotros mismos
para concebir algún buen pensamiento, como de nosotros mismos, sino que nuestra
suficiencia viene de Dios62,
el cual no sólo nos amó antes de que fuésemos, sino que nos amó para que
fuésemos y para que fuésemos santos, después de lo cual nos aprevenido con las bendiciones de su dulzura63 paternal, y ha movido nuestros
espíritus al arrepentimiento y a la conversión.
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