Mas, si no podemos naturalmente amar a
Dios sobre todas las cosas, ¿por qué tenemos esta natural inclinación a ello?
¿No es una cosa vana el que la naturaleza nos incline a un amor que no nos
puede dar? ¿Por qué nos da la sed de un agua tan preciosa, si no puede darnos a
beber de ella? ¡Ah, Teótimo, qué bueno ha sido Dios para con nosotros!
Nuestra perfidia en ofenderle merecía,
ciertamente, que nos privase de todas las señales de su benevolencia y del
favor de que había usado con nuestra naturaleza, al imprimir en ella la luz de
su divino rostro y al comunicar a
nuestros corazones el gozo de sentirse inclinados al amor de la divina bondad,
para que los ángeles, al ver a este miserable hombre, tuviesen ocasión de
decir: ¿Es ésta la criatura de perfecta
belleza, el honor de toda la tierra?17.
Pero esta infinita mansedumbre nunca
supo ser tan rigurosa con la obra de sus manos; vio que estábamos rodeados de
carne, la cual es un viento que se disipa, un
soplo que sale y no vuelve[1]. Por
esta causa, según las entrañas de su
misericordia, no quiso arruinarnos del todo ni quitarnos la señal de su
gracia perdida, para que mirándole y sintiendo en nosotros esta inclinación a
amarle, nos esforzásemos en hacerlo, y para que nadie pudiese decir con razón: ¿Quién nos mostrará el bien?19. Porque, aunque por
la sola inclinación natural no podamos llegar a la dicha de amar a Dios cual
conviene, con todo, si la aprovechamos fielmente, la dulzura de la divina
bondad nos dará algún socorro, merced al cual podremos pasar más adelante, y,
si secundamos este primer auxilio, la bondad paternal de Dios nos favorecerá
con otro mayor y nos conducirá de bien en mejor, con toda suavidad, hasta el
soberano amor, al que nuestra inclinación natural nos impele, porque es cosa
cierta que al que es fiel en lo poco y hace lo que está en su mano, la divina
bondad jamás le niega su asistencia para que avance más y más.
Luego, la inclinación a amar a Dios sobre
todas las cosas, que naturalmente poseemos, no en balde permanece en nuestros
corazones, porque, en cuanto a Dios, se sirve de ella como de una asa, para
mejor cogernos y atraernos; por este medio, la divina bondad tiene, en alguna
manera, prendidos nuestros corazones como pajarillos, con una cuerda para tirar
de ella, cuando le plazca a su misericordia apiadarse de nosotros; y, en cuanto
a nosotros, es como un signo y memorial de nuestro primer principio y Creador,
a cuyo amor nos incita, adviniéndonos secretamente que pertenecemos a su divina
bondad. Es lo que ocurre a los ciervos, a los cuales los grandes personajes
mandan poner collares con sus escudos de armas, y después los sueltan y dejan
libres por los bosques.
Quienquiera que los encuentre no deja de
reconocer, no sólo que fueron cazados una vez por el príncipe, cuyas armas
llevan, sino que se los reservó para sí. De esta manera, según cuentan algunos
historiadores, se pudo conocer la extrema vejez de un ciervo, que, trescientos
años después de la muerte de César, fue encontrado con un collar con la divisa
de éste y esta inscripción: César me ha
soltado.
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