Aunque no hay nada tan excelso como la Majestad divina ni tan abyecto
como el hombre -considerado como pecador- la Augusta Majestad no desdeña
nuestros homenajes y se siente honrada cuando cantamos sus alabanzas. Ahora
bien, la salutación angélica es uno de los cánticos más bellos que podemos
entonar a la gloria del Altísimo: Te cantaré un cántico nuevo[1]. La
salutación angélica es precisamente el cántico nuevo que David predijo se
cantaría en la venida del Mesías.
Hay un cántico antiguo y un
cántico nuevo.
El antiguo es el que
cantaron los israelitas en acción de gracias por la creación, la conservación,
la liberación de la esclavitud, el paso del Mar Rojo, el maná y todos los demás
favores celestiales.
El cántico nuevo es
el que entonan los cristianos en acción de gracias por la Encarnación y la
Redención. Dado que estos prodigios se realizaron por el saludo de ángel,
repetimos esta salutación para agradecer a la Santísima Trinidad por tan
inestimables beneficios.
Alabamos a Dios
Padre por haber amado tanto al mundo que le dio su unigénito para salvarlo.
Bendecimos a Dios
Hijo por haber descendido del cielo a la tierra, por haberse hecho hombre y
habernos salvado.
Glorificamos al
Espíritu Santo por haber formado en el seno de la Virgen María ese cuerpo
purísimo que fue víctima de nuestros pecados.
Con estos
sentimientos de gratitud, debemos rezar la salutación angélica, acompañándola
de actos de fe, esperanza, caridad y acción de gracias por el beneficio de
nuestra salvación.
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Aunque este cántico nuevo se
dirige directamente a la Madre de Dios y contiene sus elogios, es -no obstante-
muy glorioso para la Santísima Trinidad, porque todo el honor que tributamos a
la Santísima Virgen vuelve a Dios, causa de todas sus perfecciones y virtudes.
Con él glorificamos a Dios Padre porque honramos a la más perfecta de sus
criaturas. Glorificamos al Hijo, porque alabamos a su purísima Madre.
Glorificamos al Espíritu Santo, porque admiramos las gracias con que colmó a su
Esposa.
Del mismo modo que la Santísima Virgen con su
hermoso cántico, el Magníficat, dirige a Dios las alabanzas y bendiciones que
le tributó Santa Isabel por su eminente dignidad de Madre del Señor, así dirige
inmediatamente a Dios los elogios y bendiciones que le presentamos mediante la
salutación angélica[2].
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Si la salutación angélica
glorifica a la Santísima Trinidad, también constituye la más perfecta alabanza
que podemos dirigir a María.
Deseaba Santa
Matilde saber cuál era el mejor medio para testimoniar su tierna devoción a la
Madre de Dios. Un día arrebatada en éxtasis, vio a la Santísima Virgen que
llevaba sobre el pecho la salutación angélica en letras de oro y le dijo: “Hija
mía, nadie puede honrarme con saludo más agradable que el que me ofreció la Santísima
Trinidad. Por él me elevó a la dignidad de Madre de Dios. La palabra Ave -que
es el nombre de Eva- me hizo saber que Dios en su omnipotencia me había
preservado de toda mancha de pecado y de las calamidades a que estuvo sometida
la primera mujer”.
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