No es posible expresar cuánto prefiere
la Santísima Virgen el Rosario a las demás devociones, cuán benigna se muestra
para recompensar a quienes trabajan en predicarlo, establecerlo y cultivarlo y
cuán terrible, por el contrario, contra quienes se oponen a él.
Santo Domingo no
puso en nada tanto empeño durante su vida como en alabar a la Santísima Virgen,
predicar sus grandezas y animar a todo el mundo a honrarla con el Rosario. La
poderosa Reina del Cielo, a su vez, no cesó de derramar sobre el Santo
bendiciones a manos llenas.
Ella coronó sus
trabajos con mil prodigios y milagros y él alcanzó de Dios cuanto pidió por
intercesión de la Santísima Virgen. Para colmo de favores, le concedió la
victoria sobre los Albigenses y le hizo padre y patriarca de una gran orden.
Y, ¿qué decir del Beato Alano
de la Rupe, restaurador de esta devoción? La Santísima Virgen lo honró varias
veces con su visita para ilustrarlo acerca de los medios de alcanzar la
salvación, convertirse en buen sacerdote, perfecto religioso e imitador de
Jesucristo.
Durante las
tentaciones y horribles persecuciones del demonio, que lo llevaban a una
extrema tristeza y casi a la desesperación, Ella lo consolaba, disipando, con
su dulce presencia, tantas nubes y tinieblas. Le enseñó el modo de rezar el
Rosario, lo instruyó acerca de sus frutos y excelencias, lo favoreció con la
gloriosa cualidad de esposo suyo y, como arras de su casto amor, le colocó el
anillo en el dedo y al cuello un collar hecho con sus cabellos, dándole también
un Rosario. El abad Tritemio, el sabio Cartagena, el doctor Martín Navarro y
otros hablan de él elogiosamente.
Después de atraer a la cofradía del Rosario a
más de cien mil personas, murió en Zwolle, Flandes, el 8 de septiembre de 1475[1].
28
Envidioso el demonio de los
grandes frutos que el Beato Tomás de San Juan -célebre predicador del Santo
Rosariolograba con esta práctica, lo redujo con duros tratos a una larga y
penosa enfermedad en la que fue desahuciado por los médicos. Una noche,
creyéndose a punto de morir, se le apareció el demonio, bajo una espantosa
figura. Pero él levantó los ojos y el corazón hacia una imagen de la Santísima
Virgen que se hallaba cerca de su lecho y gritó con todas sus fuerzas:
“¡Ayúdame! ¡Socórreme! ¡Dulcísima Madre mía!”.
Tan pronto como pronunció estas palabras, la
imagen de la Santísima Virgen le tendió la mano y agarrándole por el brazo le
dijo: «¡No tengas miedo, Tomás, hijo mío! ¡Aquí estoy para ayudarte! Levántate
y sigue predicando la devoción de mi Rosario, como habías empezado a hacerlo.
¡Yo te defenderé contra todos tus enemigos!»
[1] Otro tanto haría en sus 16 años de sacerdocio su comprovinciano, San
Luis María de Montfort (1673-1716). Facultado por el Superior General de la
Orden de Predicadores, inscribió en las Cofradías del Rosario que fundó o
restauró a más de 100.000 personas.
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