Acabamos de ver que en todos los tiempos todos los pueblos han creído en el infierno; lo cual por sí solo prueba ya que no es invención humana. Supongamos por un instante que el mundo vive tranquilo en medio de los placeres y abandonado sin temor a todas las pasiones. Un día, un hombre, un filósofo viene a decirle: “Hay un infierno, un lugar de tormentos eternos, en el que Dios os castigará si continuáis obrando mal; un infierno de fuego, en donde arderéis perpetuamente si no mudáis de vida”. ¿Podéis figuraros el efecto que semejante anuncio habría producido? Desde luego nadie lo hubiera creído. “¿Qué venís a predicarnos? abríase dicho a ese inventor del infierno: ¿por dónde habéis sabido esto? ¿Qué pruebas nos dais? No sois más que un soñador, un profeta de desgracias”. Lo repito, no se le habría dado crédito. No se le habría creído, porque en el hombre corrompido todo se rebela instintivamente contra la idea del infierno. Del mismo modo que todo criminal rechaza tanto como puede la idea del castigo, así también, y mil veces más, el hombre culpable rechaza la perspectiva de aquel fuego vengador, eterno, que ha de castigar tan inexorablemente todas sus faltas, aun las más secretas. Y sobre todo en una sociedad, como por un momento la suponemos, en que nadie hubiese oído hablar nunca del infierno, la rebelión
de los preocupados habría venido a unirse a la de las pasiones. No sólo no se habría querido dar crédito al malhadado inventor, sino que habría sido víctima de su cólera, lo habrían apedreado, y nadie hubiera pensado en resucitar la idea. Si por un imposible se hubiera dado crédito a aquella extraña invención, si por una imposibilidad aún más evidente todos los pueblos hubiesen creído por la sola palabra del susodicho filósofo; ¿Qué hubiera sucedido? os pregunto. ¿No se hubieran consignado en la historia el nombre del inventor, el siglo y el país en que hubiera nacido? Pero nada hay de esto. ¿Ha sido indicado jamás alguno como introductor en el mundo de esta espantosa doctrina, tan enojosa a las más arraigadas pasiones del espíritu humano, del corazón, de los sentidos? Luego el infierno no ha sido inventado. No lo ha sido, porque no ha podido serlo. La eternidad de las penas del infierno es un dogma que la razón no puede comprender; puede comprender el hombre, ¿cómo queréis que está por encima de la razón; y lo que no puede comprender el hombre, ¿cómo queréis que haya podido ser inventado?
Comentarios
Publicar un comentario