La concupiscencia o apetito sensual tiene doce movimientos, por los cuales, como por otros tantos capitanes amotinados, promueve la sedición en el hombre; y, como quiera que, por lo regular, turban el alma y agitan el cuerpo, en cuanto turban el alma, se llaman perturbaciones, y, en cuanto inquietan el cuerpo, se llaman pasiones, según explica San Agustín. Todos miran el bien o el mal; aquél para obtenerlo, éste para evitarlo. Si el bien es considerado en sí mismo, según su bondad natural, excita el amor, la primera y la principal de las pasiones; si es considerado como ausente, provoca el deseo; si, una vez deseado, parece que es posible obtenerlo, nace la esperanza; si parece imposible, surge la desesperación; pero, cuando es poseído como presente, produce el gozo.
Al contrario, en
cuanto conocemos el mal, lo aborrecemos; si se trata de un mal ausente, huimos
de él; si nos parece inevitable, lo tememos; si creemos que lo podemos evitar,
nos animamos y cobramos aliento; si lo sentimos como presente, nos
entristecemos; y entonces la cólera y el furor acuden enseguida para rechazar y
alejar el mal, o, a lo menos, para vengarlo; mas, si esto no es posible, queda,
entonces, la tristeza; si se logra rechazarlo o vengarlo, se siente una
satisfacción y como una hartura, que no es más que el placer del triunfo,
porque así como la posesión del bien alegra el corazón, la victoria sobre el
mal satisface el ánimo.
Y, sobre toda esta turba de pasiones
sensuales, ejerce la voluntad su imperio, rechazando sus sugestiones,
resistiendo sus ataques, estorbando sus efectos, o, a lo menos, negándoles su
consentimiento, sin el cual no pueden causarle daño; al contrario, merced a
esta negativa, quedan vencidas, y, a la larga, postradas, disminuidas,
enflaquecidas y, si no del todo muertas, a lo menos amortiguadas o
mortificadas.
Y, precisamente para ejercitar nuestras voluntades en la virtud y en la
valentía espiritual, quedó en nuestras almas esta multitud de pasiones; de
manera que los estoicos, que negaron la existencia de las mismas en el hombre
sabio, se equivocaron en gran manera, tanto más cuanto que lo que negaban de
palabra lo practicaban de obra.
El mismo rey y soberano de esta ciudad,
temió, deseó, se dolió y se alegró, hasta llorar, palidecer, temblar y sudar
sangre, aunque en Él estos movimientos no fueron pasiones iguales a las
nuestras, por cuanto no sentía ni padecía de parte de las mismas sino lo que
quería y le parecía bien, y las gobernaba y manejaba a su arbitrio; cosa que no
podemos hacer nosotros, los pecadores, que sentimos y padecemos estos
movimientos de una manera desordenada, contra nuestra voluntad, con gran
perjuicio del bienestar y gobierno de nuestras almas.
(San Francisco de sales )
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