La existencia del Purgatorio no es una mera creencia piadosa, la cual nosotros somos libres de aceptar o rechazar. Es un dogma formal impartido por la fe que debemos profesar para no convertirnos en un anatema. Es un pensamiento santo y salvador, proclama el Antiguo Testamento, aquel de orar por los muertos para que puedan ser librados de sus pecados. Los judíos estaban tan convencidos de esta verdad que ellos tenían una oración por la liberación de los difuntos que el jefe de la familia tenía que rezar antes de que la familia se sentara a comer.
El mismo Jesucristo
enseñó: "Resuelvan sus cuentas con sus enemigos mientras estén todavía en
este mundo. Si no lo hacen, sus enemigos
lo entregarán en manos del Juez, y el Juez lo entregará a su ministro, quien lo
meterá en la cárcel de la que no será liberado hasta que su deuda haya sido pagada,
hasta el último centavo." Ese
enemigo, según San Agustín, es Dios mismo, el enemigo irreconciliable del
pecado. Aquel juez inexorable, de
acuerdo a la Escritura, es Jesucristo, el Juez de los vivos y de los muertos. Por último, la temida cárcel es el Purgatorio,
del cual no podremos salir hasta que hayamos cumplido con la Justicia Divina,
es decir, después de haber eliminado todo lo oscuro de nuestra alma.
Jesús no se
contentaba con grabar la memoria del Purgatorio en nuestros corazones. Tras su muerte, estableciendo para nosotros un
ejemplo perfecto, bajó al Limbo donde las almas habían estado esperando la
liberación desde la caída de Adán, aquella caída que había cerrado el acceso de
todos al Cielo. En medio de una alegría
celestial inmensa, El volvió a abrir para siempre las puertas del Cielo.
¡Mi Dios, yo creo
en el Purgatorio; yo adoro la equidad de tu Juicio, incluyendo los rigores de
tu Justicia!
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