salvado de la muerte, por la santa misa

ocurrido a tres negociantes de Gubbio, en Italia.
se Habían dirigido los tres a una feria que se celebraba en la villa de Cisterno, y después de haber arreglado sus compras, trataron de ponerse de acuerdo para la marcha. Dos fueron de parecer que se emprendiese al día siguiente muy temprano, a fin de llegar a sus casas antes de anochecer; empero el tercero protestó que el día siguiente era domingo, y que de ningún modo se pondría en camino sin oír primeramente la Santa Misa. También exhortó a sus compañeros a que tomasen la misma resolución para volver juntos como habían ido, añadiendo que, después de haber cumplido este precepto y tomado un buen desayuno, viajarían más contentos; y por último dijo: que si no era posible llegar a Gubbio antes de anochecer, no faltarían mesones en el camino. Los compañeros rehusaron conformarse con un dictamen tan sabio y provechoso, y queriendo a toda costa llegar a su casa el mismo día, respondieron: que si por esta vez dejaban de oír Misa, Dios tendría misericordia con ellos. Así, pues, el domingo al rayar el alba y sin poner los pies en la iglesia, montaron a caballo y emprendieron el viaje a su pueblo. Bien pronto llegaron cerca del torrente de Confuone, que la lluvia caída durante la noche había hecho crecer desmedidamente y hasta tal punto, que la corriente, azotando con violencia el puente de madera, lo había sacudido fuertemente. 
Sin embargo, los jinetes subieron, pero apenas dieron los primeros pasos cuando la impetuosidad de las aguas arrastró el puente con los caballeros, y los sumergió. Al ruido de tan espantoso desastre corrieron los aldeanos, y con el auxilio de ganchos consiguieron sacar los cadáveres de aquellos desgraciados que acababan de perder su fortuna y su vida, y quizás su alma: se les depositó a orillas del torrente esperando que alguno los reclamase para darles honrosa sepultura. Durante este tiempo el tercer negociante, que se había quedado en Cisterno para oír la Santa Misa, cumplido este deber había emprendido alegremente su viaje. 
No tardó mucho en llegar al sitio de la catástrofe, quedando aturdido a la vista de los cadáveres; y habiéndose detenido a mirarlos, reconoció a sus compañeros de la víspera. Oyó, vivamente conmovido, la relación de la funesta desgracia de que habían sido víctimas, y levantando sus manos al cielo, dio gracias a la Bondad in-finita por haberlo preservado de semejante desventura; y sobre todo, bendijo mil y mil veces la hora dichosa que había consagrado al cumplimiento de sus deberes religiosos, atribuyendo su conservación al santo sacrificio de la Misa. Habiendo regresado a su pueblo extendió en él la noticia del trágico suceso, que excitó en todos los corazones un vivísimo deseo de asistir todos los días a la Santa Misa.

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