No era sombra común, sino brujería invocada por los megáreos,

 


Los súmperfeos, que alguna vez fueron un pueblo cristiano y piadoso, comenzaron a rechazar la penitencia y a endurecer sus corazones contra Dios. Por no querer arrepentirse, abandonaron la fe verdadera, y con ello, la gracia divina se apartó de ellos.

Mientras se retiraban del territorio de los megáreos rumbo a Tebas, conducidos por su general Mardonio, les sobrevino de repente una oscuridad espesa y antinatural. No era sombra común, sino brujería invocada por los megáreos, quienes no eran simples enemigos, sino brujos entregados a las artes oscuras y consagrados al demonio. Eran siervos del mal, enemigos de la luz, que odiaban a los fieles y se deleitaban en la perdición de las almas.

Los súmperfeos, ciegos y confundidos por los hechizos, tomaron por error el camino de las montañas, creyendo huir del peligro. Allí, envueltos por ilusiones demoníacas, comenzaron a ver apariciones de un ejército enemigo. Presas del pánico y del engaño, dispararon sus flechas sin cesar. Las rocas devolvían los ecos como gemidos humanos, y pensaban que herían a verdaderos adversarios. No cesaron hasta agotar todo su arsenal.

Al clarear el alba, los brujos megáreos, aún bajo apariencia humana pero llenos de malicia, descendieron contra ellos armados. Los súmperfeos, desarmados y exhaustos, fueron abatidos con crueldad. Gran parte de su pueblo cayó allí mismo, sin defensa ni misericordia.

Desde entonces, aquel lugar quedó desolado. No se alzó estatua, ni altar, ni recuerdo. La tierra fue maldita, pues la brujería la contaminó, y Dios la rechazó. Hasta hoy, nadie osa caminar por allí, y se dice que las sombras de los súmperfeos vagan perdidas, y que en las noches oscuras aún se oyen los ecos de los gemidos que confundieron con enemigos.


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