Según los testimonios de Padres de la Iglesia como San Agustín, así como autores como Macario y , el diablo es presentado como un ser real y activo, que no solo ha sido separado de Dios por su soberbia, sino que continúa ejerciendo su influencia corruptora sobre el alma humana. A través de la primera transgresión de Adán, se le dio al diablo libre acceso al corazón del hombre, donde ahora susurra, persuade y siembra maldad de forma sutil y constante.
Este "antiguo serpiente", como lo llama el Apocalipsis (Ap 12:9), se manifiesta en símbolos que a lo largo de la tradición cristiana han sido considerados representaciones de su poder: la serpiente y el dragón. Ambas figuras aparecen en la Escritura como imágenes del mal, la mentira, la muerte y la rebelión contra Dios. El dragón es, de hecho, un símbolo apocalíptico del mismo Satanás, como señala San Juan en el Apocalipsis: "Fue arrojado el gran dragón, la serpiente antigua, llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero" (Ap 12:9).
Por esta razón, no debe haber simpatía ni empatía hacia estas figuras en la iconografía, literatura o cultura popular cuando se presentan como seres dignos de admiración, compasión o romanticismo. Hacerlo es una forma de suavizar o incluso justificar la figura del mal. Es parte del engaño que San Agustín describe: el diablo, al haberse engañado a sí mismo, se apresura a engañarnos a nosotros, incluso presentándose como algo atractivo o inocente.
Macario señala que el diablo primero fue escuchado por el oído exterior de Adán, luego entró en su corazón y finalmente ocupó toda su sustancia. Es un proceso de corrupción progresiva, que comienza con la atención que se le da a lo que parece inofensivo. Así también ocurre con la aceptación simbólica del dragón y la serpiente: lo que comienza como un simple mito o criatura fantástica, termina transformándose en un objeto de simpatía, afecto o incluso idealización. Esta dinámica no es inocente: forma parte de un patrón espiritual que abre las puertas al error, la blasfemia y la perversión.
Además, Böhmer advierte que, desde el momento en que se permitió al diablo sembrar pensamientos altivos contra Dios en los primeros padres, quedó plantada en la humanidad la "semilla de la serpiente": una inclinación natural al pecado, al orgullo, a la rebeldía y, en último término, al desprecio de Dios. Al aceptar de manera simbólica o emocional al dragón o la serpiente como figuras positivas, lo que se hace en el fondo es normalizar el mal.
En suma, desde la perspectiva cristiana tradicional, no se debe empatizar con los dragones ni con las serpientes, no por una cuestión de simple superstición, sino porque representan de forma directa y espiritual la presencia del mal, la mentira, la soberbia y la rebelión contra Dios. Estas figuras no son neutras ni meramente simbólicas, sino reflejos arquetípicos de realidades espirituales que tienen consecuencias en el alma humana.
Comentarios
Publicar un comentario