CUénta Serafino Racio. Hubo en una ciudad de Italia una mujer noble casada, que en lo exterior era tenida de todos por santa, porque era liberal con los pobres, frecuentaba la iglesia, y regía su casa como buena madre de familia, atendiendo a la buena educación de sus hijos y al gobierno de su familia en santo temor de Dios. Ésta adoleció de muerte, confesóse y recibió los santos sacramentos, dejando en su muerte muy buen nombre en la ciudad.
Quedó entre otras una hija muy santa y recogida, que cada día rogaba a Dios por su madre. Pasados algunos días, estando en su retrete en oración, oyó un ruido en la puerta que la asustó mucho, y comenzó a temblar de miedo. Volvió los ojos a la puerta y vio una horrible figura de un cuerpo rodeado de fuego, y que despedía de sí una hediondez insufrible.
Fue tal el temor y horror que le causó aquella vista, que se fue hacia la ventana para arrojarse por ella y huir del peligro que la amenazaba aquel tan horrendo monstruo; pero se detuvo a la voz que oyó que le decía:
"Detente, hija; hija, detente".
Alentada de Dios, se detuvo y se puso a escuchar lo que el monstruo le decía. "Mira que yo soy tu desventurada madre, que aunque al parecer de las gentes viví una vida inculpable y con buen ejemplo, pero por los enormes pecados que cometí con tu padre de deshonestidades, y que jamás confesé por vergüenza, me ha condenado Dios al fuego eterno del infierno, y así cesa de rogar por mí, porque te cansas en vano.
Preguntóla la hija cuál era el mayor tormento de los condenados en el infierno. Respondió que el mayor de todos era la privación de la vista de Dios, y después la aprehensión viva de la eternidad en que han de padecer tan grandes tormentos; y que la ocupación de los condenados no era otra sino blasfemar de Dios y maldecir su justicia, que con tan cruelísimos tormentos les castiga. Y que luego que su alma se arrancó de su cuerpo fue llevada al tribunal de Dios por los demonios: miróme el juez muy enojado, juzgóme, y echándome su maldición, luego los demonios me precipitaron.
Con a los infiernos, donde tengo de penar por una eternidad. Dicho esto, dando saltos por los bancos y sillas, y dejando impresas sus huellas, como si fuera un hierro ardiendo, desapareció. Quedó afligida por extremo la hija de que su madre así se hubiese condenado; cubrió las señales que dejó el monstruo, y cerrando el aposento con llave, fue a la iglesia. Llamó al predicador que aquella Cuaresma había predicado en aquella ciudad y le contó todo lo que aquí queda referido. Vino a casa con la doncella para más verificarse de la verdad, y vio las señales impresas del animal inmundo, y sintió el mal olor con que infectó el aposento. Bendijo el lugar y lo purificó con agua bendita; consoló a la doncella y la animó a la virtud a vista de tan espantoso suceso de su madre.
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