Siempre estuvo unida a su Dios que era su único apoyo

 


No es una simple opinión, dice el P. La Colombière, sino el común sentir, que la santa niña, al recibir la gracia santificante en el seno de su madre santa Ana, recibió al mismo tiempo, la gracia de la ciencia infusa, que es una luz divina correspondiente a toda la gracia de que fue enriquecida. Así que bien podemos creer que desde el primer instante en que su alma se unió a su cuerpo, ella quedó iluminada con todas las luces de la divina sabiduría con que conoció la verdad eterna, la belleza de la virtud, y sobre todo, la infinita bondad de su Dios y cuánto merecía ser amado de todos, pero especialmente por ella por razón de los especialísimos privilegios con que el Señor la había dotado, distinguiéndola sobre todas las criaturas, preservándola de la mancha del pecado original, dándole gracias tan inmensas, y destinándola para Madre del Verbo y reina del universo.

Porque, desde el primer momento María, llena de gratitud para con su Dios, comenzó presurosamente a trabajar negociando fielmente con aquel gran capital de gracia de que se veía dotada. Dedicándose a complacer y amar la divina bondad, desde aquel instante la amó con todas sus fuerzas, y así continuó amándolo durante los nueve meses que precedieron a su nacimiento, en los que no cesó ni por un momento de unirse siempre más a Dios con actos fervientes de amor. Ella estaba exenta de la culpa original, por lo que estaba libre de todo afecto terreno, de cualquier movimiento desordenado, de cualquier distracción, de cualquier obstáculo que le hubieran podido oponer sus sentidos en su constante progreso en el divino amor. Todos sus sentidos estaban perfectamente de acuerdo con su alma santa en correr hacia Dios; de modo que, libre de todo impedimento, sin detenerse jamás, volaba hacia Dios, amándolo siempre y siempre creciendo en su amor. Por eso ella se llamó plátano plantado junto a la corriente. Ella dice: “Como plátano me he elevado” (Ecclo 24, 14).

Ella es la planta elegida por Dios que siempre se elevó junto a la corriente de la gracia divina. Por eso de modo semejante se llamó vid: “Como la vida he hecho germinar la gracia y mis flores son fruto de gloria y de riqueza” (Ecclo 24, 17); no sólo porque fue tan humilde a los ojos del mundo, sino porque progresó siempre en el amor, como crece indefinidamente la vid. Los demás árboles, como el naranjo, el peral y la morera, se desarrollan hasta determinada altura, al paso que la vid crece siempre sin límite. Así la Virgen siempre creció en la perfección. “Dios te salve, vid siempre llena de verdor”; así la saluda san Gregorio Taumaturgo. Siempre estuvo unida a su Dios que era su único apoyo. De ella habló el Espíritu Santo cuando dijo: “¿Quién es ésta que sube del desierto, apoyada en su amado?” (Ct 8, 5). “Esta es –comenta san Ambrosio–la que sube para adherirse al Verbo de Dios como sube la vid apoyada al árbol”.


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