“Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los ángeles con Él, se sentará sobre su trono de gloria, y se reunirán en su presencia todas las gentes, y separará a unos de otros, como el pastor separa a las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo...”
Y dirá a los de la izquierda: “Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles...”
E irán al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna” (Mt 25, 31-46).
Estos son los datos de fe, las noticias que nos ha proporcionado el mismo Cristo, que actuará de Juez Supremo de vivos y muertos en aquella tremenda asamblea. Estos datos se cumplirán al pie de la letra: la palabra de Cristo no puede fallar. Pero es conveniente que examinemos las razones de altísima conveniencia que la simple razón natural descubre ante el hecho formidable del juicio final.
La primera de todas, señores, es para el triunfo público y solemne de Nuestro Señor Jesucristo ante la faz del mundo entero.
Tiene perfectísimo derecho a ello. Dice el apóstol San Pablo que Cristo Nuestro Señor, siendo nada menos que el Hijo de Dios, “se anonadó tomando la forma de esclavo y se humilló haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual, Dios lo exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, a fin de que se doble ante Él toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos” (Fil. 2, 7-11).
Es necesario, en efecto, que Cristo sea exaltado sobre las nubes del cielo en justa compensación de sus tremendas humillaciones. Porque asusta, señores, considerar hasta qué punto quiso humillarse y anonadarse por nuestro amor.
Cuando quiso venir al mundo, no encontró siquiera un lugar decente donde nacer. Nació como un gitano –¡perdóname Señor!– en una cueva abandonada en las afueras de un pueblo y fue reclinado sobre unas pajas en un pesebre de animales, “porque no hubo lugar para ellos en el mesón”. Si San José y la Virgen María hubieran poseído grandes bienes de fortuna, ¡vaya si hubiera habido lugar para ellos en el mesón! Pero eran unos pobres aldeanos, no tenían nada, y Cristo tuvo que nacer en el portal de Belén y ser reclinado sobre las pajas de un pesebre.
Y, poco tiempo después, la persecución de Herodes. Y tiene que huir a Egipto como un malhechor. Y cuando regresa a Nazaret comienza su vida oculta, llena de privaciones y trabajos. Nuestro Señor Jesucristo no tenía las manos finas del señorito, sino las ásperas del obrero manual: era un pobre carpintero.
Y cuando empezó a predicar el Evangelio, derrochó bondad y misericordia, sanó a los enfermos, devolvió la vista a los ciegos, el oído a los sordos, el movimiento a los paralíticos y hasta la vida a los muertos. Pasó por el mundo haciendo bien, y, a pesar de ello, los escribas y fariseos le persiguieron y calumniaron brutalmente: “¡Es un samaritano! ¡Hace los milagros en nombre de Belcebú! ¡Es un embaucador de las masas, está soliviantando al pueblo!” Y cuando lograron crucificarle, señores –y esto ya es el colmo–, le desafiaron burlescamente: “¿Pues no eres el Hijo de Dios? ¡Baja de la cruz y entonces creeremos en Ti!” Y Jesucristo pasó por esta humillación suprema, aceptó aquellas burlas y carcajadas, aquel espantoso fracaso, porque quiso salvarnos a todos con su muerte infamante en la cruz. Nos amó tanto que se olvidó de Sí mismo aceptando aquellos dolores y humillaciones inefables.
Y después de su muerte y a través de los siglos de la historia, todavía se le sigue persiguiendo en su Iglesia y en sus discípulos. Las catacumbas, los cristianos arrojados a las fieras, las iglesias destruidas, los sacerdotes asesinados..., y eso no en una época determinada de la historia, sino –con mayor o menor intensidad– siempre y en todas partes. Y todavía hoy, tras el terrible telón de acero, la Iglesia de Cristo sufre y se desangra ante la indiferencia o la complicidad de la mayor parte de las naciones civilizadas.
Esto no podía quedar así. Es preciso –lo exige la justicia más elemental– que caigan de rodillas ante Cristo, por las buenas o por las malas, todos sus mortales enemigos: desde Anás y Caifás, hasta Nerón y Juliano el Apóstata; desde Voltaire y Renán hasta los corifeos de la masonería y del comunismo internacional. Mal que les pese, todos ellos caerán de rodillas ante Cristo y reconocerán que es el Hijo de Dios y el Rey de cielos y tierra.
El triunfo grandioso y público de Cristo: he ahí la primera razón del juicio final.
Pero hay una segunda razón que justifica plenamente ese juicio: el triunfo de la virtud ultrajada y el castigo del vicio triunfante.
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