ORACIÓN EN DEMANDA DEL SOCORRO DE MARÍA

  


María y dice que ella se adelanta a ayudar a los que desean su protección. Con lo cual debemos comprender que ella nos impetra de Dios innumerables gracias antes de que se las pidamos. Que por eso dice Ricardo de San Víctor que María, con razón, es asemejada a la luna: “Hermosa como la luna”, porque no sólo es veloz cual la luna para ayudar a quien la invoca, sino que además está tan ansiosa de nuestro bien que en nuestras necesidades se anticipa a nuestras súplicas y está presta a socorrernos antes que nosotros listos para invocarla. De esto nace, dice el mismo Ricardo de San Víctor, el estar tan lleno de piedad el pecho de María que, apenas conoce nuestras miserias, al instante derrama la mística leche de su misericordia, pues no puede conocer las necesidades de cualquiera sin acudir al punto a socorrerlo.

Esta inmensa piedad que tiene María de nuestras miserias, que la impulsa a compadecerse y aliviarnos aun antes de que la invoquemos, bien lo dio a entender en las bodas de Caná, como lo refiere el Evangelio de San Juan en el capítulo segundo. Se dio cuenta esta piadosa Madre de la confusión y vergüenza de aquellos esposos que estaban del todo afligidos al ver que faltaba el vino en el banquete; y sin que nadie se lo pidiera, movida solamente de su gran corazón que no puede ver las aflicciones de nadie sin compadecerse, fue a pedir a su Hijo, exponiéndole la necesidad de aquella familia para que los consolara. Y le dijo simplemente: “No tienen vino”. Después de lo cual el Hijo, para consolar a aquella buena gente, pero mucho más para contentar el corazón tan compasivo de su Madre que así lo deseaba, hizo el conocido milagro de transformar el agua de las ánforas en el mejor de los vinos. Y argumenta Novarino: “Si María, aunque nadie se lo pida, está tan pronta a adivinar y socorrer nuestras necesidades, cuánto más lo estará para socorrer a quien la invoca y suplica que le ayude”.

1. María jamás desoye una invocación

Y si alguno aún dudase de ser socorrido por María cuando a ella acude, vea cómo lo reprende Inocencio III: “¿Quién la invocó y no fue por ella escuchado?” ¿Dónde hay uno que haya buscado la ayuda de esta Señora y María no lo haya escuchado? “¿Quién –exclama ahora Eutiques, oh bienaventurada, acudió en demanda de tu omnipotente ayuda y se vio jamás abandonado? ¡Nadie, jamás!” ¿Quién, oh Virgen la más santa, ha recurrido a tu materno corazón que puede aliviar a cualquier miserable y salvar al pecador más perdido y se ha visto de ti abandonado? De verdad que nadie, nunca jamás. Esto no ha sucedido ni nunca ha de suceder. “Acepto –decía san Bernardo– que no se hable más de tu misericordia ni se te alabe por ella, oh Virgen santa, si se encontrara alguno que habiéndote invocado en sus necesidades se acordara de que no había sido atendido por ti”. Dice el devoto Blosio: “Antes desaparecerán el cielo y la tierra que deje María de auxiliar a quien con buena intención suplica su socorro y confía en ella”.

Añade san Anselmo para acrecentar nuestra confianza que cuando recurrimos a esta divina Madre no sólo debemos estar seguros de su protección, sino de que, a veces, parecerá que somos más presto oídos y salvados acudiendo a María e invocando su santo nombre que invocando el nombre de Jesús nuestro

Salvador. Y da esta razón: que a Cristo, como Juez, le corresponde castigar, y a la Virgen como madre, siempre le corresponde compadecerse. Quiere decir que encontramos antes la salvación recurriendo a la Madre que al Hijo, no porque sea María más poderosa que el Hijo para salvarnos, pues bien sabemos que Jesús es nuestro exclusivo Redentor, quien con sus méritos nos ha obtenido y él únicamente obtiene la salvación, sino porque recurriendo a Jesús y considerándolo también como nuestro Juez, a quien corresponde castigar a los ingratos, nos puede faltar (sin culpa de él) la confianza necesaria para ser oídos; pero acudiendo a María, que no tiene otra misión más que la de compadecerse como madre de misericordia y de defendernos como nuestra abogada, pareciera que nuestra confianza fuera más segura y más grande. “Muchas cosas se piden a Dios y no se obtienen, y muchas se piden a María y se consiguen porque Dios ha dispuesto honrarla de esta manera”. Y eso ¿por qué? Y responde Nicéforo que esto sucede no porque María sea más poderosa que Dios, sino porque Dios ha decretado que así tiene que ser honrada su Madre.

Qué dulce promesa le hizo el Señor a santa Brígida. Se lee en el libro primero de sus Revelaciones, capítulo 50, que un día oyó la santa que hablando Jesús con su Madre le decía: “Madre querida, pídeme lo que quieras que nada te negaré; y bien sabes que a todos los que me buscan por amor a ti, aunque sean pecadores, con tal que deseen enmendarse, yo prometo escucharlos”. Lo mismo fue revelado a santa Gertrudis cuando oyó que nuestro Redentor decía a María que él, con su omnipotencia, le había concedido tener misericordia con los pecadores que la invocaban y tenía licencia para usar de esa misericordia como le pareciere.

Que todos los que invoquen a María con total confianza, como a madre de misericordia, le hablen como san Agustín: “Acuérdate, oh piadosísima Mará, que jamás se ha oído decir que nadie de los que han implorado tu protección se haya visto por ti abandonado”. Y por eso perdóname si te digo que no quiero ser este primer desgraciado que recurriendo a ti se vaya a ver abandonado.

EJEMPLO

María socorre a san Francisco de Sales

Muy bien experimentó la fuerza de esta oración san Francisco de Sales, como se narra en su vida. Tenía el santo unos diecisiete años y se encontraba en París dedicado al estudio y entregado al santo amor de Dios, disfrutando de dulces delicias de cielo. Mas el Señor, para probarlo y estrecharlo más a su amor, permitió que el demonio le obsesionase con la tentación de que todo lo que hacía era perdido porque en los divinos decretos estaba reprobado. La oscuridad y aridez en que Dios quiso dejarlo al mismo tiempo, porque se encontraba insensible a los pensamientos más dulces sobre la divina bondad, hicieron que la tentación tomara más fuerza para afligir el corazón del santo joven, hasta el punto de que por esos temores y desolaciones perdió el apetito, el sueño, el color y la alegría, de modo que daba lástima a todos los que lo veían.

Mientras duraba aquella terrible tempestad, el santo joven no sabía concebir otros pensamientos ni proferir otras palabras que no fueran de desconfianza y de dolor. “¿Con que –decía– estaré privado de la gracia de Dios, que en lo pasado se me ha mostrado tan amante y suave? ¡Oh amor, oh belleza a quien he consagrado todos mis afectos! ¿Ya no gozaré más de tus consolaciones? ¡Oh Virgen Madre de Dios, la más hermosa de todas las hijas de Jerusalén! ¿Es que no te he de ver en el paraíso? Ah Señor, ¿es que no he de ver tu rostro? Al menos no permitas que yo vaya a blasfemar y maldecirte en el infierno”. Estos eran los tiernos sentimientos de aquel corazón afligido y enamorado de Dios y de la Virgen.

La tentación duró un mes, pero al fin el Señor se dignó librarlo por medio de María santísima, la consoladora del mundo, a la que el santo había consagrado su virginidad y en la que afirmaba tener puesta toda su confianza.

Entre tanto, una tarde, yendo hacia casa, vio una tablilla pegada al muro. La leyó, y era la siguiente oración: “Acordaos, piadosísima María, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a ti se haya visto por ti desamparado”. Postrado junto al altar de la Madre de Dios rezó con afecto aquella oración, le renovó su voto de castidad y prometió rezarle todos los días un rosario. Y luego añadió: “Reina mía, sé mi abogada ante tu divino Hijo, al que no me atrevo a recurrir. Madre mía, si yo, infeliz, en la otra vida no puedo amar a mi Señor que es tan digno de ser amado, al menos consígueme que te ame en este mundo inmensamente. Esta es la gracia que te pido y de ti la espero”. Así rezó a la Virgen y se abandonó por completo en brazos de la divina misericordia, resignado completamente a la voluntad de Dios. Pero apenas había concluido su oración, en un instante la Virgen le libró de la tentación. Recuperó del todo la paz del alma y la salud corporal y siguió viviendo devotísimo de María, cuyas alabanzas y misericordias no cesó de anunciar en predicaciones y libros toda la vida.


¡Madre de Dios y reina de los ángeles!

¡Esperanza de los hombres!

¡Mira al que te llama y a ti recurre! Me postro ante ti, yo, pobre esclavo, me consagro por tu siervo para siempre y me ofrezco a servirte y honrarte cuanto pueda, toda la vida.

Poco puede honrarte un esclavo tan ruin y rebelde que tanto ha ofendido a mi Dios y Redentor. Pero si me aceptas, aunque sin merecerlo, y con tu intercesión me haces digno,

tu misma misericordia me hará santo y te daré el honor que yo solo no puedo. Acéptame y no me rechaces, Madre mía.

Estas ovejas perdidas vino a rescatar el Verbo eterno, y por salvarlas se hizo Hijo tuyo. ¿Despreciarás a esta oveja extraviada que a ti recurre para encontrar a Jesús? Ya está entregado el rescate que me salva; mi Salvador ya derramó su sangre preciosa, la que basta para salvar mil mundos.


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