Es increíble la habilidad del demonio para conseguir engañar, para introducir los peores errores en grupos enteros. Hay quien sostiene que es más fácil engañar a una multitud que a una sola persona. La verdad es que el demonio puede afectar a grupos incluso muy numerosos; pero casi siempre notamos en estos hechos un consenso humano, una culpa humana de libre adhesión a la obra satánica: por interés, por vicio, por ambición, son muchos los posibles motivos.
La influencia del demonio sobre las colectividades puede revestir aspectos de lo más dañino, de lo más potente. Por eso los últimos pontífices insisten en ello de manera particular. Me refiero al discurso de Pablo VI del 15 de noviembre de 1972 y al de Juan Pablo II el 20 de agosto de 1986.
Satanás es nuestro peor enemigo y seguirá siéndolo hasta el fin de los tiempos, por lo que utiliza su inteligencia y sus poderes para obstaculizar los planes de Dios, que, en cambio, quiere la salvación de todos nosotros. Nuestra fuerza es la cruz de Cristo, su sangre, sus llagas, la obediencia a sus palabras y a su institución, que es la Iglesia.
¿QUIÉN PUEDE EXPULSAR A LOS DEMONIOS?
Nos parece haber dicho con bastante claridad que Jesús dio el poder de expulsar a los demonios a todos aquellos que creen en Él y actúan con la fuerza de su nombre. En estos casos se trata de oraciones privadas, a las que podemos llamar «plegarias de liberación».
Además, se concede un poder particular a los exorcistas, es decir, a aquellos sacerdotes que reciben expresamente tal encargo de su obispo: ellos, usando las fórmulas apropiadas, sugeridas por el Ritual, realizan un sacramental que, a diferencia de la oración privada, implica la intercesión de la Iglesia.
Pero siempre se necesita mucha fe, mucha oración y ayuno, ya sea por parte de quien reza, ya sea por parte de la persona por la que se reza. Lo ideal sería que siempre, simultáneamente con el exorcismo, que exige reserva, hubiese un grupo de personas reunidas para orar. Diré también que todos los sacerdotes tienen un particularísimo poder, incluso si no son exorcistas, derivado justamente de su sacerdocio ministerial, que no es un honor a la persona, sino un servicio destinado a las exigencias espirituales de los fieles. Y entre estas exigencias está desde luego también la de liberar de las influencias maléficas. Todos, además, ya sea por las plegarias de liberación, ya sea por los exorcismos, pueden ayudarse con medios sagrados: por ejemplo, poniendo sobre la cabeza del interesado el crucifijo, o el rosario, o alguna reliquia: es eficacísima la de la santa cruz porque mediante la cruz derrotó Jesús al reino de Satanás; pero también son eficaces las reliquias de los santos a las que se tenga una particular devoción. A menudo también son útiles las simples imágenes bendecidas, como la de san Miguel arcángel, a las que los demonios manifiestan un miedo especial.
Pero creo que traicionaría las expectativas de los lectores si no mencionase también al ejército cada vez más numeroso de carismáticos, videntes, médiums, pranoterapeutas, sanadores, magos, y también gitanos: es una caterva tanto más numerosa cuanto más los obispos y el clero, con una ligereza que va de la ignorancia a la verdadera incredulidad, han abandonado este terreno pastoral que les es propio. Dedicaremos un capítulo también a este asunto. Entretanto, digamos algo sobre las personas mencionadas.
Establezco una premisa. Hablo de categorías de personas que pueden (o que pretenden) influir a favor de la liberación, pero con más frecuencia obran para conseguir la curación. Es difícil hacer una distinción clara. El demonio está en la raíz de todo el problema del mal, el dolor y la muerte, que son consecuencias del pecado. Luego están los males directamente provocados por el maligno; el propio Evangelio nos presenta algunos casos: la mujer encorvada desde hacía dieciocho años (¿parálisis?) y un sordomudo. En ambos casos una presencia satánica causaba aquellos males, por lo que el Señor realizó la curación expulsando al demonio. En líneas generales, es válida la regla que ya hemos dado: si un mal es de origen maléfico, los fármacos no tienen ningún efecto, mientras que sí lo tienen las plegarias de curación y los exorcismos. También es verdad que a menudo una prolongada presencia diabólica crea en la persona unos males sobre todo psíquicos por los cuales, incluso una vez conseguida la liberación, la persona sanada puede necesitar tratamientos médicos adecuados.
Digo también desde ahora que voy a ocuparme de un campo en el que se requieren competencias específicas que un exorcista no puede tener. Un exorcista debe tener suficiente conocimiento de las enfermedades mentales para darse cuenta de que es precisa la intervención de un psiquiatra; pero no se puede pretender que un exorcista sea tan instruido en este ámbito como un psiquiatra. Así, un exorcista debe tener conocimientos de parapsicología y de los poderes paranormales, pero no es posible que sepa tanto como un especialista en la materia. Su campo específico sigue siendo el de lo sobrenatural, con un exacto conocimiento de los fenómenos que dependen de ello y de los tratamientos de carácter sobrenatural. Es una premisa necesaria porque entramos en un campo que concierne a la vez a lo sobrenatural, lo paranormal y lo preternatural o diabólico.
Los carismáticos. El Espíritu Santo, con divina libertad, distribuye a quien quiere y como quiere sus dones, que son concedidos no para gloria o utilidad de la persona, sino para el servicio de sus hermanos. Entre estos carismas está también el don de la liberación de los espíritus malignos y la curación. Se trata de dones que pueden ser concedidos a individuos, pero también a comunidades. No dependen de la santidad personal, sino de la libre elección de Dios, aunque la experiencia nos dice que, normalmente, Dios concede estos dones a personas rectas, de plegaria asidua, de vida cristiana ejemplar (¡esto no significa falta de defectos!) y de segura humildad. Hoy existe una inflación de carismáticos, a los que acuden en masa los que sufren. ¿Cómo distinguir los verdaderos de los falsos? De por sí, tal discernimiento corresponde a la autoridad eclesiástica, que puede valerse de todas aquellas ayudas que considere oportunas para ello.
De hecho, conocemos algunos casos en que la autoridad eclesiástica ha intervenido para poner en guardia contra tramposos y falsos carismáticos; no conocemos casos de carismáticos oficialmente re- conocidos en que haya ocurrido tal cosa. Es un problema complicado y nada fácil. También porque los carismas pueden cesar; y es posible que la persona elegida se haga indigna de ellos: ningún ser vivo está confirmado en la gracia. Podemos fijar cuatro normas orientativas: 1) que el individuo (o la comunidad) viva profundamente conforme al Evangelio; 2) que sea totalmente desinteresado (ni siquiera se deben aceptar ofrendas; con las ofrendas voluntarias sería posible hacerse multimillonario); 3) que use medios comúnmente admitidos por la Iglesia, sin rarezas o supersticiones (que use oraciones y no fórmulas mágicas; señales de la cruz, imposición de manos, sin nada que ofenda al pudor; que utilice agua bendita, incienso, reliquias, sin nada que sea ajeno al normal uso eclesiástico); que rece en nombre de Jesús; 4) que los frutos sean buenos. Esta regla evangélica, «por su fruto se conoce el árbol» (Mt. 12, 33), sigue siendo el criterio que corona los demás.
Añadamos otras características que son típicas de las curaciones obtenidas por vía carismática: actúan sobre todas las enfermedades, incluso sobre las maléficas, o sea provocadas por el demonio; no se basan en la habilidad o la fuerza humana, sino en la oración practicada con fe, en la fuerza del nombre de Jesús, en la intercesión de la Virgen y de los santos; el carismático no pierde energía, de modo que deba recargarse con un período de reposo (como ocurre con los sanadores, zahoríes y similares), no sufre reacciones físicas, sino que es sencillamente un intermediario activo de la gracia. Las curaciones carismáticas no tienden al lucimiento del carismático, sino a hacer loar a Dios, a acrecentar la fe y la oración.
Es preciso añadir una palabra más porque también éste es un campo del que el Concilio Vaticano II habló, pero no se ha aplicado lo que afirmó. El racionalismo y el naturalismo han invadido el terreno; las manifestaciones extraordinarias, los milagros, la presencia de santos, las apariciones... todo ello son acontecimientos acogidos no con gratitud, sino con desconfianza, con condenas sin examen, o al menos como tremendos incordios. En ninguna iglesia se repite ya la oración de los primeros cristianos: «Ahora, Señor, fíjate en sus amenazas y concede a tus siervos que anuncien sin miedo tu mensaje, y que por tu poder sanen a los enfermos y hagan señales y milagros en el nombre de tu santo siervo Jesús» (Ac. 4, 29-30). Hoy parece que esos dones sólo produzcan fastidio.
El Concilio Vaticano II afirma que el Espíritu Santo «dispensa entre los fieles de todo orden unas gracias especiales... Estos dones, extraordinarios o también más sencillos o corrientes, se deben acoger con gratitud y devoción». El documento continúa recordando que los dones extraordinarios no deben ser pedidos imprudentemente. En cuanto al juicio sobre su legitimidad y uso ordinario, «corresponde a la autoridad eclesiástica, que sobre todo no debe extinguir el Espíritu, sino examinarlo todo y considerar lo que es bueno» (Lumen Gentium 12). Las carencias en la aplicación de estas directrices son evidentes y casi generales. Por eso es inútil que el Concilio afirme que quien recibe los carismas del Espíritu Santo, aunque se trate de laicos, tiene el derecho y el deber de ponerlos en práctica (Apostolicam Actuositatem 3) contando con la guía y el dis- cernimiento de los obispos. Veo con agrado la aparición de obras que se ofrecen para ayudar a los obispos en esta tarea de discernimiento; por ejem- plo, el Movimiento Carismático de Asís. Es un campo abierto que debe ponerse en funcionamiento.
Videntes y médiums. Los trato juntos porque en esencia tienen las mismas características: los primeros ven y los segundos sienten; ambos se expresan acerca de lo que han experimentado en contacto con objetos o personas. Para no extender demasiado el terreno al que se presta este tema, me limito a considerarlo en relación con mi campo específico, o sea el campo de las influencias maléficas sobre personas, objetos y casas. Varias veces he estado en contacto con estas personas; a veces las he interpelado o llamado directamente para que asistieran en oración a mis exorcismos, para que luego dijesen qué habían visto u oído. Y advertía que las respuestas dependían del espíritu de sabiduría.
Algunos, apenas ven o se encuentran junto a personas poseídas o infestadas, notan en seguida tal inconveniente; a veces se sienten mal cuando están cerca de ellas; otras veces ven la negatividad que las afecta y la describen. Basta con ponerles en la mano una fotografía, una carta, o un objeto perteneciente a una persona de la que se tienen sospechas, para obtener una respuesta: o sea, si no tiene nada, si es víctima de una enfermedad maléfica, si es una persona peligrosa porque realiza maleficios contra los demás. Puede bastarles con oír la voz. Por ejemplo, personas que dudan sobre si han recibido o no algún influjo maléfico telefonean a una de estas personas y oyen su respuesta. Llamados a casas en las que se sospecha la existencia de maleficios por las extrañas cosas que allí acaecen, perciben si el maleficio existe o no; indican objetos hechizados que hay que quemar; se dan cuenta, por ejemplo, de si hay que rasgar una determinada almohada o colchón, y entonces se encuentran en ellos esas extrañas cosas como ya hemos señalado. Pueden equivocarse; sus sensaciones deben ser controladas. Pero a veces hacen un recorrido por la vida de una persona y precisan con sorprendente claridad a qué edad ha recibido un maleficio, de qué modo, con qué finalidad ha sido hecho, así como los trastornos que ha provocado. A veces también indican quién es el autor del maleficio.
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