¡Oh amor divino, oh ingratitud humana!

 


Éste ha de ser todo nuestro afán, alcanzar el verdadero amor a Jesucristo. Los maestros de la vida espiritual nos describen los caracteres del verdadero amor, y dicen que el amor es temeroso, porque lo único que teme es desagradar a Dios; es generoso, porque, puesta su confianza en Dios, se lanza a empresas a mayor gloria de Dios; es fuerte, porque vence los desordenados apetitos, y aun en medio de las más violentas tentaciones, sale siempre triunfador; es obediente, porque a la menor inspiración se inclina a cumplir la divina inspiración; es puro, porque sólo tiene a Dios por objeto, y le ama porque merece ser amado; es ardoroso, porque quisiera encender en todos los corazones el fuego del amor y verlos abrasados en divina caridad; es embriagador, porque hace andar al alma fuera de sí, como si no viera ni sintiera, ni tuviera sentidos para las cosas terrenas, pensando sólo en amar a Dios; es unitivo, porque logra unir con apretado lazo de amor la voluntad de la criatura con la del Creador; es suspirante, porque vive el alma llena de deseos de abandonar este destierro para volar a unirse perfectamente con Dios en la patria bienaventurada, para allí amarle con todas sus fuerzas.

              Pero nadie mejor que San Pablo, el gran predicador de la caridad, nos declara cuáles sean sus caracteres y en qué consista su práctica. En su primera Carta a los Corintios, en el capítulo 13, afirma que, sin la caridad, de nada vale el hombre ni nada le aprovecha: “Si tuviere toda la fe hasta trasladar montañas, mas no tuviere caridad, nada soy. Y si repartiere todos mis haberes y si entregare mi cuerpo para ser abrasado, mas no tuviere caridad, ningún provecho saco” (I Cor. 13, 2-3). Por lo que si uno tuviese tal fe que trasladara un monte de una parte a otra, como hizo San Gregorio Taumaturgo, si no tuviera caridad, de nada le vale; si distribuyera todos sus bienes a los pobres y padeciera voluntario martirio, pero sin caridad, de modo que lo sufriera con otro fin que el de agradar a Dios, de nada le vale.

              Por eso San Pablo continúa describiéndonos las contraseñas de la divina caridad, enseñándonos a la vez la práctica de aquellas virtudes que son sus hijas: “La caridad es sufrida, es benigna; la caridad no tiene celos, no se pavonea, no se infla, no traspasa el decoro, no busca lo suyo, no se exaspera, no toma a cuenta el mal. No se goza de la injusticia, antes se goza con la verdad. Todo lo disimula, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera” (I Cor. 13, 4-6).

              Consideremos en el presente libro estas diversas prácticas de la caridad, para ver si reina verdaderamente en nosotros el amor que debemos a Jesucristo y examinar las virtudes en que principalmente nos habemos de ejercitar para conservar en nosotros y acrecentar este santo amor.

      

              ¡Amabilísimo y amantísimo Corazón de Jesús, desgraciado el corazón que no os ame! ¡Oh Dios moristeis en la cruz por amor a los hombres, sin sentir alivio alguno!, y ¿cómo después de ello viven éstos sin acordarse de vos?

             ¡Oh hombres, hombres, mirad al inocente Cordero de Dios que agoniza en la cruz y muere por vosotros, pagando así a la divina justicia por vuestros pecados y atrayéndonos a su amor! Mirad cómo, a la vez, ruega al Eterno Padre que os perdone; miradlo y amadle.

              ¡Ah Jesús mío, cuán pocos son los que os aman! Desgraciado de mí, que también durante tantos años me olvidé de vos, ofendiéndoos tantas veces. Amado Redentor mío, no es tanto el infierno que merecí el que me hace derramar lágrimas, cuanto el amor que me habéis mostrado.

              Dolores de Jesús, ignominias de Jesús, llagas de Jesús, muerte de Jesús, amor de Jesús, imprimíos en mi corazón y quede en él para siempre su dulce recuerdo que me hiera e inflame continuamente en su amor.

              Os amo, Jesús mío; os amo, sumo bien mío; os amo, mi amor y mi todo; os amo y quiero amaros siempre. No permitáis que os abandone y torne a perderos. Hacedme todo vuestro; hacedlo por los méritos de vuestra muerte, en la cual tengo cifrada toda mi esperanza.

              María, Reina mía, también en vuestra intercesión confío. Conseguidme el amor a Jesucristo y también vuestro amor, Madre y esperanza mía.


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