Habiéndonos dado Dios a su mismo Hijo, dice San Pablo, ¿cómo podremos temer que nos niegue bien alguno? Sabemos que el Eterno Padre todo cuanto tiene lo dio a Jesucristo. Agradezcamos, pues, siempre la bondad, la misericordia, la liberalidad de nuestro amantísimo Dios, que quiso enriquecernos con todos los bienes y todas las gracias, dándonos a Jesús en el Sacramento del altar.
De esta suerte, ¡oh, Salvador del mundo!, ¡oh, Verbo humanado!, puedo decir que sois mío enteramente, si quiero yo. Pero, ¿puedo igualmente afirmar que soy todo vuestro, como Vos queréis? ¡Ah, Señor mío!, haced que no se vea en el mundo el desconcierto e ingratitud de que yo no sea vuestro cuanto Vos lo queréis. ¡Ah, nunca más suceda! Si así fue en el pasado, no lo será en lo venidero. Hoy resueltamente me consagro a Vos.
Os entrego para el tiempo y para la eternidad mi vida, mi voluntad, mis pensamientos, mis acciones, mis padecimientos. Vuestro soy enteramente, y como víctima a Vos ofrecida, despídome de las criaturas, y por completo me dedico a Vos. Abrasadme en las llamas de vuestro divino amor. No quiero, no, que en mi corazón tengan ya parte las criaturas. Las señales con que me habéis descubierto el amor que me teníais, aun cuando no os amaba, me mueven a esperar que ciertamente me recibiréis ahora que os amo, y que por amor a Vos me entrego.
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