el peligro de juzgar mal las acciones de nuestro prójimo

 


Decidme, ¿qué habríais dicho si hubieseis vivido en tiempo de San Nicolás, y le hubieseis visto en plena noche, rondando la casa de tres jóvenes doncellas, examinando el lugar detenidamente y cuidando de no ser visto de nadie?. He Aquí un obispo, habríais pensado al momento, que esta deshonrando su carácter; ¡valiente hipócrita!, en el templo parece un santo, y aquí le tenéis, en plena noche, cabe la puerta de tres doncellas de no muy buena fama. Sin embargo, aquel obispo a quién indudablemente condenaríais, era un santo muy amado de Dios; y lo que allí hacia era la mejor obra del mundo. A fin de evitar a aquellas doncellas la vergüenza de mendigar, y pensando que la indigencia las haría abandonarse al pecado, iba por la noche y les echaba dinero por la ventana.

 Si hubieseis visto a la hermosa Judit dejar su vestido de luto para adornarse con cuanto la naturaleza y el arte podían proporcionarle para hacer resaltar su extraordinaria belleza; al verla entrar en la tienda del general del ejército, que era un viejo impúdico; al verla poner a contribución todos los medios para hacérsele agradable, seguramente habríais dicho: «He Aquí una mujer de mala vida» (Judit, X, ,17.

Sin embargo, era una piadosa viuda, muy casta, muy agradable a Dios, que exponía su vida para salvar la de su pueblo. Decidme, con vuestra precipitación en juzgar mal del prójimo, ¿que habríais pensado al ver al casto José saliendo de la habitación de la mujer de Putifar, y al oír clamar a aquella pérfida, ostentando en sus manos un jirón del manto de José, persiguiéndole cómo a un infame que quería robarle la honra? (Gen., XXXIX, 16.). 

Al momento, sin examinar la cosa, habríais ciertamente pensado y dicho que aquel joven era un perverso libertino que intentaba seducir a la mujer de su amo, de quién tantos favores había recibido. Y, en efecto, Putifar, su amo, le condenó, y todo el mundo le creyó culpable, le vituperó y despreció; más Dios, que penetra los corazones y conocía la inocencia de José, le da el parabién por la victoria alcanzada, al preferir perder su reputación antes que perder su inocencia y caer en el menor pecado. 

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Habéis, pues, de convenir conmigo, en que, a pesar de todos los datos y de las señales al parecer más inequívocas, estamos siempre en gran peligro de juzgar mal las acciones de nuestro prójimo. Lo cual debe inducirnos a no juzgar jamás los actos del vecino sin madura reflexión y aún solamente cuando tenemos por misión la vigilancia de la conducta de aquellas personas, en cuyo caso se encuentran los padres y los amos respecto a sus hijos o a sus criados: en todo otro caso, casi siempre obramos mal. Sí, he visto a muchas personas juzgar mal de los actos de otras de quienes a mi me constaba la buena intención. En vano quise persuadirles de ello; no fue posible; ¡Ah, maldito orgullo!. 

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