El fariseo que Jesús nos presenta cómo modelo infame de los que piensan y juzgan mal de los demás, cayo, al parecer, en tres pecados. Al condenar a aquel pobre publicano, piensa mal de él, le juzga y le condena, sin conocer las disposiciones de su corazón. Aventura sus juicios solamente por conjeturas: primer efecto del juicio temerario. Le desprecia en si mismo sólo por efecto de su orgullo y malicia: segundo carácter de ese maldito pecado. Finalmente, sin saber si es verdadero o falso lo que le imputa, le juzga y le condena; y entre tanto aquel penitente, retirado en un rincón del templo, golpea su pecho y riega el suelo con sus lágrimas pidiendo a Dios misericordia.
Os digo, en primer lugar, que la causa de tantos juicios temerarios es el considerarlos cómo cosa de poca importancia; y, no obstante, si se trata de materia grave, muchas veces podemos cometer pecado mortal. -Pero, me diréis, esto no sale al exterior del corazón-. Aquí esta precisamente lo peor de este pecado, ya que nuestro corazón ha sido creado sólo para amar a Dios y al prójimo; y cometer tal pecado es ser un traidor...
En efecto, muchas veces, por nuestras palabras, damos a entender (a los demás) que los amamos, que tenemos de ellos buena opinión; cuando, en realidad, en nuestro interior los odiamos. Y algunos creen que, mientras no exterioricen lo que piensan, ya no obran mal. Cierto que el pecado es menor que cuando se manifiesta al exterior, ya que en este caso es un veneno que intentamos inyectar en el corazón del vecino a costa del prójimo.
Comentarios
Publicar un comentario