Bien demostró la Santísima Virgen cuán
grande era su confianza en Dios cuando próxima al parto se vio despachada en
Belén aun de las posadas más pobres y reducida a dar a luz en un establo. “Y lo
reclinó en un pesebre porque no había para ellos lugar en la posada” (Lc 2, 7).
María no tuvo una palabra de queja, sino que del todo abandonada en Dios,
confió en que él la asistiría en aquella necesidad. También la Madre de Dios
dejó entrever cómo confiaba en Dios cuando avisada por san José que tenían que
huir a Egipto, aquella misma noche emprendió un viaje tan largo y a país
extranjero y desconocido, sin provisiones, sin dinero, sin otra compañía más
que la de san José y el niño. “El cual, levantándose, tomó al niño y a su madre
y se fue a Egipto” (Mt 2, 14). Mucho después María demostró su confianza cuando
pidió al Hijo la gracia del vino para los esposos de Caná. Después de decirle:
“No tienen vino” y oír que Jesús le decía: “Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti?,
aún no ha llegado mi hora” (Jn 2, 4), ella, confiando en su divina bondad, dijo
a los criados de la casa que hicieran lo que les dijera su Hijo, segura de que
la gracia estaba concedida: “Haced lo que él os diga” (Jn 2, 4). Y así fue,
porque Jesús hizo llenar las tinajas de agua y las convirtió en vino.
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