Aprendamos de María a confiar como es debido, sobre todo en el gran negocio de nuestra eterna salvación, en la que, si bien es cierto que se necesita de nuestra cooperación, sin embargo debemos esperar sólo de Dios la gracia para conseguirla. Desconfiemos de nuestras pobres fuerzas diciendo cada uno con el apóstol: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Flp 4, 13).
Señora mía santísima, de ti me dice el Eclesiástico que eres la madre de la esperanza, de ti me dice la Iglesia que eres la misma esperanza: “Esperanza nuestra, salve”. ¿Qué otra esperanza voy a buscar? Tú, después de Jesús, eres toda mi esperanza. Así te llamaba san Bernardo y así te quiero llamar también yo “toda la razón de mi esperanza”, y te diré siempre con san Buenaventura: Salvación de los que te invocan, sálvame.
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